viernes, 27 de agosto de 2010

jueves, 26 de agosto de 2010

Cap. I


L
a mayoría ni escuchaba la radio. La vida se reducía al trabajo y la rutina diaria, cuidar de la familia, de las tierras, pagar los impuestos puntualmente para no tener que lidiar con la justicia y poco más. Todo andaba revuelto, eso lo sabíamos, pero no nos ocupaba muchas conversaciones. Quizás porque sabíamos que no podíamos hacer nada por mejorarlo. Un día la radio habló y dijo lo que dijo. Y todos supimos que desde entonces todo iría peor.
Me levanté temprano para no tener que andar corriendo. El día prometía trabajo a manos llenas, así que hubo que asearse con prisas por culpa del frío, echar la chaqueta de pana por encima, subir el cuello y despedirse sin más de mi padre, que cortaba leña en el patio. Miró con cara de pocos amigos y no contestó. Por la noche habíamos discutido por lo de siempre: por nada.
Marché sobre aquella vieja moto que andaba poco más que un burro, pero andaba. No tenía muchas cuestas que sufrir, por fortuna, porque de otra manera no sé que habría sido de ella. Cuando llegué a Vega había grupos de gente aquí y allá. Levantaron la cabeza al paso de la moto y luego siguieron a lo suyo. Alguien había colocado un cartel de la Falange en el tronco robusto de un viejo plátano. No me simpatizaba aquella gente. Cuando llegué a la tienda ya Herminio había colocado los primeros sacos en el camión de reparto.
– Duermes más que las mantas, chaval.
– El día es largo
Desganado, escupió en la cuneta. Me apresuré a ponerme la funda y continuar con la carga. Tenía que repartir en Villafranca y seguramente en Corullón, por la mañana. Y por la tarde sería el turno de Carucedo y Cobas si iba bien de tiempo. El hecho de llevar el camión lleno lo complicaba todo y la inseguridad que flotaba en el aire no ayudaba.
Recogí un par de facturas para cobrar "como fuera" y me puse en marcha. Paré un minuto en casa de la abuela Marta, acepté un par de chorizos envueltos en papel de estraza y salí del pueblo. Los corrillos seguían donde los había encontrado. Comprobé que llevaba agua suficiente para el motor y esperé a que la temperatura subiera poco a poco antes de pisar a fondo el acelerador. Hacía un frío seco y rotundo pero el sol se anunciaba generoso y casi primaveral.
Lo mejor del trabajo eran aquellos recorridos entre montes callados y bosques preñados de olores y colores que hacían soñar. Y lo peor, la carretera. El perder la atención significaba sucumbir en uno de aquellos baches o terminar con la carga en la cuneta. No sería la primera vez. Y Herminio no pagaba los fracasos. Si hacía mi trabajo lo cobraba y si no, a esperar mejor suerte. Y soportar de paso sus burlas.
Por el camino me crucé uno de aquellos "jeeps" de color indefinido y lleno de camisas azules y correajes encerados. Me miraron de mala manera, como hacían con todo el que no vistiera el mismo traje. El día se anunciaba precioso. El futuro no pintaba igual de bien.
Llegué a Villafranca poco antes de las once. Aparqué frente a la tienda de Concha y descargué tres sacos de habas. Había más gente que de costumbre, pero no hacían mucho gasto. No había más que ver su cara. Algunos levantaban la voz y anunciaban castigos ejemplares para "todos esos que cantan la Internacional". Me acerqué a cobrar la mercancía.
– No sé si aguantaré mucho a este come-mierda.
– Tranquila mujer, se le pasará cuando le bajen las copas.
– Te debo dos pesetas que no me queda cambio.
– Tranquila, te lo apunto.
- Y a las mujeres también os van a leer la cartilla, que ya os creíais las reinas del carnaval, hasta ahí podíamos llegar...
Miré la jeta amarilla del lenguaraz antes de salir. En la vida le había oído hablar tanto ni tan alto. Aquello era lo que iba a pasar, como decía mi abuela Marta. Todos los mequetrefes de taberna, los envidiosos, los pusilánimes y los que nunca habían dado la cara para nada se iban a envalentonar. Tenían ganas de sacudirse la penosa sensación de don-nadies que los consumía y los cuatro gatos de la camisa azul necesitaban una buena legión de panolis. Antes de salir les solté una andanada.
– ¡Manda a esta gente a fregar los cacharros, Concha!
Miré hacia atrás para ver como sentaba el comentario. Sólo ella reía.
 





  *  

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cap. II


N
o me gustaba ser protagonista. Quizás mi carácter no daba para tanto. Me sentía a gusto con mi forma de ser, más bien introvertida, y no necesitaba ser centro de atención ni mucho menos. Pero defendía lo mío cuando era necesario, y el hecho de hacerlo junto con los demás me parecía lógico. Los sindicatos se habían establecido tiempo atrás en Asturias, y propagaban sus mensajes por la zona a trancas y barrancas. La unión hace la fuerza. No se cansaban de repetirlo. Era sencillo de entender, pero curiosamente pocos lo entendían.
Había tenido algún incidente con aquella gente. A veces decretaban huelgas por razones puramente políticas que yo no comprendía muy bien. Me paraba uno de aquellos piquetes y me explicaban que no se podía trabajar. Y yo les explicaba que si no trabajaba no comía, y de ahí no había quien nos sacara. Me cabreaba el hecho de ver entre ellos a algún señorito bien situado que conocía. Al final se aburrían y me dejaban pasar después de prometerles que me iba para casa. Sabían que no era verdad.
Con frecuencia me paraba después otro grupo, más adelante. Estos eran de otro signo y no admitían gente "dudosa". El problema era que su jefe, un asturiano grande como un chopo, de nombre Camilo, estaba empeñado en ganarme para "la causa" y yo no estaba por la labor. Aquellos incidentes eran frecuentes hasta el punto de que terminé por conocer relativamente bien a unos y otros y de las discusiones en la carretera se pasaba con facilidad a las invitaciones en la cantina. En el pueblo terminaron por etiquetarme de "rojo" por culpa de aquellos contactos que yo jamás había buscado.

Terminé la jornada muy cansado. De vuelta a casa pasé de nuevo a ver a la abuela. Estaba de charla con un vecino en la cocina, al amor de la lumbre. Le recogí un poco de leña para que no le faltara calor y me despedí. Al salir vi al Nicanor con otros dos mirando para la finca. Aquel tipo no miraba nunca derecho. Se reía como los perros, con una especie de amargura crónica y los pocos amigos que se le conocían tenían todo que ver con los negocios. Su familia había reclamado alguna vez parte de la finca de la abuela, alegando un supuesto parentesco que ella siempre negaba entre risas. Echaron a andar en cuanto notaron que me fijaba en su presencia.
A punto de salir hacia Vega vi pasar el jeep con los uniformados. Llevaban a alguien con ellos, con las manos a la espalda y el pelo revuelto y no se daban ninguna prisa. Creí reconocer al maestro de Trabaledo. Las cosas empezaban a estar claras. La gente propagaba rumores de todas clases en una ceremonia de confusión que hacía todo aún más incomprensible. Cuando llegué me paró un grupo de hombres con gesto preocupado. Me preguntaron si había observado algo anormal. A mi todo empezaba a parecérmelo y la gente del jeep no parecía tener dudas sobre qué hacer. Se lo comenté. Por la cara que pusieron deduje que no querían creerlo. Eso era lo que le pasaba a la mayoría, en realidad. Dejé el camión frente a la tienda, entregué el dinero cobrado y comenté con Herminio algún detalle sobre la tarea del día siguiente. Saqué la moto de debajo del cobertizo y eché camino hacia casa. Al doblar la esquina vi a alguna gente del grupo de Camilo y me paré. Observé caras de preocupación en algunos casos y de un miedo incipiente en otros. Alguna de aquellas personas había dado la cara en más de una ocasión.

Debían ser de los pocos que se estaban tomando las cosas en serio y no les faltaban razones. Había carteles en las paredes llamando a una reunión en la escuela a la que acudía todo el mundo con la esperanza de conseguir alguna información fidedigna.
Entré en el humilde local y me arrimé a la pared para dejar que se sentara la gente más mayor. La vista reparó en algunas caras recorridas por surcos profundos. Toda una vida de trabajo para llegar a aquello... Algunas mujeres no podían disimular su nerviosismo y golpeaban las maderas del suelo con la punta del zapato en un gesto involuntario. Otras inclinaban el cuerpo hacia adelante y luego hacia atrás en una especie de baile imparable. Los pocos críos presentes guardaban silencio adivinando algo extraordinario.
Entró Camilo y se hizo el silencio. Le acompañaba un hombre más joven de cabellera abundante y barba descuidada. Observé que llevaba una pequeña banderita roja y negra en el pecho, lo cual me pareció harto temerario por su parte. Lo presentó sin muchas formalidades. Este es Venancio. Después se sentó, se quitó la sempiterna boina negra y empezó a hablar. Noté que intentaba dar ánimos a la gente pero no parecía muy convencido. El panorama que pintó no daba para muchas alegrías. Todo se reducía a un problema. La autoridad legal parecía tener más miedo a la gente que estaba dispuesta a defender el orden institucional que a los sublevados. Se habían solicitado armas para la población pero en muy pocos sitios se atendía la petición.
Lo que siguió fue un debate más o menos caótico donde se imponía la postura de quienes consideraban que aquello sería una intentona más que no tenía muchas posibilidades de triunfar. Hubo quien se atrevió a decir que el progreso no tenía vuelta atrás.
El acompañante de Camilo meneaba la cabeza con cierta tristeza cuando oía estas cosas, pero no hablaba. A mí tampoco que gustaba hablar mucho y menos en público, pero pensé que la cosa tenía importancia y comenté lo que había visto. Añadí que para hacer algo así había que contar con algo más que bravatas y me callé.
Entonces el tal Venancio, se levantó, descendió de la pequeña tarima sobre la que se asentaba la mesa y acomodó el trasero sobre una de las mesas de los chavales. Tenía la voz grave y hablaba lentamente, como pensando bien lo que decía. Y dijo poco, pero muy claramente. Su teoría era que aunque aquello no tuviera futuro, el darles alguna posibilidad era un suicidio. Pero también dejó claro que antes de hacer nada había que tener el convencimiento de que era necesario hacerlo. Y luego miró a la concurrencia con un aire triste y yo supe que no confiaba mucho en el nuestro.
Quedó claro que no le gustaba pasar el rato en debates. Y de hecho no permaneció mucho tiempo más. El optimista que había hablado antes que él insistió en lucir su verbo fácil. Estaba convencido de que era imposible que aquello llegara a nada y se llenó la boca con citas y buenas intenciones. Luego tuvo a bien invocar al paraguas protector de la Europa moderna y se quedó tan fresco. La mayoría de la gente no conocía mucho más que las viñas y el trabajo diario, cuando lo había. Pero sabían bien lo que significaba tomar partido en un conflicto. Y la cosa quedó en un debate poco menos que inútil. Cuando salíamos miré a la cara de Camilo. Permanecía sentado y miraba como si hubiera perdido algo valioso. Ya afuera, el tal Venancio me hizo una señal. No debía llegar a la treintena pero miraba como un viejo.
- ¿Te fijaste bien en la gente del jeep?
- Eso creo.
- ¿Era alguien de la zona?
- No conocí a nadie.
- ¿Algún armamento pesado?
- No lo vi.
- No penséis ni por un momento que os van a dejar en paz.
No supe qué decirle. Levantó la vista cuando vio acercarse a Camilo. El asturiano le palmeó el hombro pero no se entretuvo. Los dos se dirigieron hacia el pequeño camión que les esperaba y no miraron atrás. Volví a pasar por casa de la abuela antes de emprender el camino a casa. Estaba sola, preparando alguna verdura para el caldo. Me senté a su lado en una de aquellas sillas con las patas cortadas que le había preparado. Era tan pequeña de estatura como alta de carácter. Como esperaba, preguntó qué había pasado en la escuela.
Era una mujer con unos pocos principios inamovibles que aplicada igual al cuidado de los hijos que a la interpretación más profunda de la vida. Había nacido en una aldea perdida entre los montes de Valdeorras. Jamás la había oído hablar en castellano. Me aconsejó que no me fiara para nada de "todos eses xílgaros". Y sentenció: "O mundo non se arranxa con trinos". Después de poner la pota en la lumbre, me aseguré que tenía lo suficiente para no pasar frío y me despedí con un beso breve.
Casi anochecía cuando llegué a la aldea. Todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Los perros ladraban nerviosos. Dejé la moto a cubierto bajo el cobertizo y entré en casa. Había un montón de leña en un rincón de la cocina esperando un poco de orden. Quedó la chaqueta oscilando en la percha, como un péndulo con fecha de caducidad, justo enfrente a la de mi padre y los zapatos en aquel minúsculo hueco que guardaba el calor de la leña que ardía entre los hierros casi candentes. Enfundadas las zapatillas y el viejo jersey de lana, eché un vistazo al patio trasero. No fui capaz de ver mucho, pero por el ruido adiviné la piedra de afilar sobre el filo de la guadaña.

martes, 24 de agosto de 2010

Cap. III


L
legado el fin de semana y como quien no dice nada, padre me puso al corriente de nuestra próxima incursión por los montes. No se tomaba la molestia de avisar con mucha antelación, pero lo cierto es que en aquella ocasión, se lo agradecí, no sabría decir por qué. Al día siguiente pateábamos la tierra por entre las uces buscando alguna presa esquiva. Los conejos en particular solían aportar un complemento que no sobraba en la despensa.
Pasé bajo una cueva que frecuentaba durante la adolescencia, en los pocos ratos que los campos o el ganado dejaban libres. Sólo un par de amigos conocía aquel cubil secreto pero hacía tiempo que habían marchado a buscar mejor fortuna. Entre seguir camino o echar una mirada, algo me empujo a escalar aquellos riscos. Recordaba bien el camino, pero los rincones donde en otro tiempo encajaban los pies estaban llenos de musgo o hierba. No sé por qué pensé que tantas dificultades eran una especie de señal. Últimamente tenía extraños presentimientos. Por fin llegué a la pequeña plataforma a escasos metros del suelo. La vegetación se había enseñoreado de mi escondrijo, pero no tuve mayor dificultad en despejar el sendero con la escopeta. Todo estaba igual. Allí seguían aquellas piedras blancas que solía recoger por el camino y los restos de paja que usaba para acomodarme.
Qué extraño el tiempo... Todo permanecía tal cual lo había dejado, como si todos aquellos años pasados fueran una pura fantasía. Mientras bajaba retiré cualquier cosa que obstaculizara la ascensión y escarbé lo necesario para que los pies encontraran rápidamente su sitio. Me pregunté por qué lo hacía mientras buscaba con la vista el rastro de mi viejo. Estaba plantado a cierta distancia mirando en mi dirección. Eso significaba que estaba harto de esperar.
Volvimos con unas pocas piezas en el cinto, nada extraordinario, y entramos en la casa sin tropezar a nadie por el camino.
Pasaron los días sin más novedades que los rumores previstos, siempre imposibles de confirmar. La nieve hizo acto de presencia un Miércoles por la noche y permaneció en las calles apenas unas horas. Lo suficiente para complicarme la vida con el camión por aquellos caminos de arcilla.
El jueves amaneció espléndido y frío. Me puse en marcha con la vista puesta en cada uno de los baches traidores del camino. Acababa de vislumbrar las primeras casas de Vega cuando advertí en las curvas a la salida del pueblo el color violento de la bandera, amarrada a uno de los hierros que sujetaban la lona del camión. Delante iba uno de aquellos jeeps.
Aparqué el coche mientras Herminio subía la pesada persiana de la tienda. Cruzamos un buenos días rutinario mientras observábamos los movimientos de la gente que descendía del camión al otro lado de la plaza. El jeep se había buscado un espacio para llamar la atención lo más posible y sus ocupantes no tenían prisa en salir. Los del camión formaron militarmente siguiendo las órdenes de un tipo alto y desgarbado que les dejó plantados mirando al cielo mientras se dirigía hacia los del jeep. Se cuadró frente al que bajaba y quedó también petrificado.
Aquel tipo parecía no acusar el frío. Paseaba por la plaza con las mangas azules arremangadas examinando cada detalle del suelo o las casas o los tejados. Nos examinó a nosotros también, con igual atención, y después extrajo unas gafas negras para protegerse del sol y avanzó hacia sus acompañantes. Hizo una breve señal y ancló en aquel lugar separando las piernas y cruzando los brazos sobre el pecho amplio. Un tipo se levantó sobre el piso del jeep con un altavoz y empezó a leer con ciertas dificultades una proclama más torpe que patriótica.
Se nos invitaba enérgicamente a colaborar con las nuevas autoridades advirtiéndose muy claramente de los riesgos que implicaba prestar cualquier tipo de colaboración a los "enemigos de la patria liberada". Siguió un necesariamente escueto relato de las hazañas de los ejércitos liberadores no exento de cierta comicidad porque el rudo barítono se dejó en el limbo a la pobre erre que debía acompañar a la prosperidad anunciada, y aquella "posperidad" resonó entre las viejas piedras de muy mala manera.
El discurso terminó con un viva a la patria liberada que sonó como un latigazo y fue acompañado casi tímidamente por las estatuas salidas del camión que no parecían tan entusiastas.
Algunas ventanas, las menos, se fueron abriendo conforme el discurso avanzaba. Para cuando las estatuas abandonaron su incómoda postura siguiendo las correspondientes órdenes, ya algunos ciudadanos estrechaban la mano del impasible mocetón de las negras gafas.
Sonreí al reconocer a Mario, el de los piensos y al "Pelotas", que no iba a ningún sitio sin él. Allí estaban también Araújo, Claudio el "Pitoño" y don Marcial, todos gente de orden. Al poco se les fueron uniendo algunas damas, casi tímidas al principio pero más confiadas una vez cruzaron las primeras palabras con el fornido militar, después de una reverencia que a punto estuvo de hacer reír a mi jefe, cosa difícil de conseguir.
La escena no dejaba de tener cierta similitud con cualquier amable recepción, de no ser porque la mayoría de las ventanas de la plaza permanecían cerradas a cal y canto y poca gente se atrevía a circular demasiado cerca de los uniformados. Entonces vi al chaval, agazapado tras una de las columnas de los soportales, con la honda asesina atravesada en la cinturilla del pantalón. Pronto se sintió observado y me miró.
Todos le llamaban Cuco por la habilidad que exhibía a la hora de imitar el canto de los pájaros. Tenía los sentidos de uno de aquellos aguiluchos que hacían ronda en el cielo ajenos a nuestros conflictos. Por alguna razón había decidido que mis regañinas eran soportables. Hay que decir que las más de las veces pagaba las culpas de otros y jamás contaba una mentira. Le hice una señal y esperé.
Herminio preparaba ya la tarea del día, pero no tenía muchas esperanzas de que echara mano a los sacos. Normalmente me costaba iniciar la tarea, pero aquel frío animaba a poner los músculos en acción. Cuco apareció a mi lado. Como esperaba, nadie le había visto cruzar la plaza. Era un genio a la hora de desaparecer, cosa que no hacía tanta gracia a su madre, y conocía cada rincón de aquel lugar olvidado.
– No se te ocurrirá tirarle al aguilucho con eso, ¿verdad?
Negó con la cabeza, muy serio, y luego continuó inspeccionando a la gente de la plaza.
– Y a esos, ¿les tirarías?
Asintió con la cabeza después de pensárselo y liberó una sonrisa al entender la mía como una autorización.
– Necesito que me digas qué hace toda esta gente, ¿vale?
Me miró expectante y tímido al mismo tiempo.
– Conozco un rincón donde se pescan buenas truchas con la mano.
Se le iluminó el rostro y la sonrisa. Tenía la cara sucia y los mocos asomando eternamente. Señalé hacia la plaza con el pulgar y levanté las cejas. Meneó la cabeza arriba y abajo y desapareció como por ensalmo. Me eché el primer saco a la espalda mientras alguno de los soldaditos miraba como preguntándose la razón de mi extraña actividad. Prefería marchar antes de que aquella gente empezara a meter la nariz donde no le importaba.
Mejor que Herminio se entendiera con ellos. Con la mercancía a buen recaudo aguardé las últimas instrucciones. Nunca faltaba algún cobro atrasado.
 





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lunes, 23 de agosto de 2010

Cap. IV


A
quellos malditos jeeps empezaban a pulular por todas partes. Estaba a punto de entrar en San Miguel cuando uno de ellos se me atravesó en el camino. Bajó un tipo sobrealimentado y empezó a dar vueltas al camión mientras el que conducía me miraba con la mano en la funda del pistolón. Tenía una expresión que hacía dudar de su inteligencia por mucho que intentara asustar a nadie. El gordo se paró ante la puerta del coche indicándome que bajara la ventanilla.
– ¿A dónde vas?
– A trabajar
– Te he preguntado a dónde, listo.
Decididamente tenía cara de puerco y seguramente su misma inteligencia. Me pregunté si convenía hacérselo saber y pensé que no era el momento. Señalé con el dedo las primeras casas del pueblo pensando si sería capaz de entenderlo. Seguía mirándome fijamente. Como su cara no tenía nada de interesante enfilé la mirada hacia su compañero. Era difícil saber cuál de los dos era más desagradable. Volvía a dar vueltas alrededor del camión sin dejar de mirarme. Al poco volvió a aparecer por el mismo sitio.
– ¿Qué llevas ahí atrás?
– ¿Quién lo pregunta?
Se le puso cara de estúpido, por difícil que pudiera parecer. Entonces apareció el mocetón de las gafas negras.
– ¿Va todo bien, Hernández?
– No colabora, capitán.
– ¿Cómo?
Era a mí a quien preguntaba. Se había colocado una expresión divertida pero no le quedaba nada bien. Decidí correr un pequeño riesgo.
– No sé con quién hablo.
Asintió con un gesto burlón mientras examinaba el camión de arriba a abajo. Otro que se ponía a dar vueltas. Completada la gira alrededor de la chatarra, se detuvo ante el gordinflón y le habló con gesto teatral.
– Te he dicho que debes identificarte, Hernández. ¿Es que tienes vergüenza de hacer lo que haces?
La última parte de la frase la pronunció elevando la voz sin mucha sutileza. Pensé que me gritaba a mí, pero fue Hernández el que se cuadró y se quedó inmóvil. Luego me interpeló de nuevo.
– Soy el capitán Céspedes, de la cuarta de infantería de montaña. Déjeme ver su documentación.
Le entregué mis documentos mientras observaba al del jeep rascarse la entrepierna. Los repasó por delante y por detrás y me los devolvió sin más.
– Continúe, don Manuel.
– Lito para los amigos.
– Me gusta más Manuel. Nos iremos viendo.
Volvieron los papeles a su lugar habitual mientras esperaba a que el del jeep dejara de rascarse. Debí poner cara de impaciencia porque el tal Céspedes miró hacia el mismo sitio.
– Joder, Hernández, ¿de dónde has sacado a ese?
"Ese" se espabiló en cuanto vio que el de la camisa azul le miraba más de lo que juzgaba recomendable y retiró el coche del camino con cierta precipitación. La entrada en el pueblo me despertó una sensación de alerta que iba a durar mucho tiempo. Allí estaban el dueño de la fábrica y el cura. En medio de la plaza, con las manos a la espalda y una sonrisa condescendiente iluminando el semblante. Y las ventanas cerradas a cal y canto. Empezaba a ser una costumbre.
Había que entrar en la tienda de comestibles a dejar un par de garrafones de vino y ver si necesitaban algo más. Saludé al viejo un poco sorprendido de no ver allí a Lola. Contestó con un monosílabo que no entendí. Parecía disgustado.
– ¿Y Lola?
– A saber dónde se habrá metido.
Había cierta timidez en la respuesta y aquel hombre tenía poco de tímido. Pagó la mercancía e inició la retirada precipitadamente. Algo iba mal.
– ¿Va todo bien?
Se detuvo y se apoyó en las estanterías con un gesto de cansancio. Luego buscó con la vista la silla que Lola solía ocupar, se sentó y suspiró profundamente. Me acerqué más y le interrogué con la mirada.
– No sé donde está.
– ¿Ha ocurrido algo?
Suspiró de nuevo y luego arrancó a hablar como quien se quita una espina hundida profundamente en algún lugar sensible.
- Se la llevaron ayer por la tarde al despacho de la fábrica. El día anterior se llevaron a su hermano y nadie sabe nada de él.
– ¿Y ella no ha vuelto?
– Se habrá quedado en casa.
Aquella frase no explicaba su intranquilidad. Nadie sabía la historia completa, pero era de dominio público que el tal Adolfo, el dueño de la fábrica, perseguía a la mujer desde hacía tiempo. Y su hermano era de los que también daban la cara. Me propuse averiguar algo más de mejor fuente. Algo me dijo que el hombre se sintió aliviado cuando dejé de hacer preguntas y me despedí.


Terminada la jornada y mientas echaba las cuentas con Herminio, vi asomar al Cuco por los cristales sucios de la ventana. Al salir se me pegó a los pantalones. Extraje del bolsillo lo que me quedaba del paquete de galletas con el que venía engañando al estómago y se lo entregué. Curioseó entre los vivos colores del envoltorio y luego habló con aquella voz gangosa de pillo incorregible.
– Están en el molino del Braulio.
Así que vienen para quedarse, pensé. No habían escogido el mejor sitio. A aquel arroyo se le hinchaban las narices de cuando en vez, como bien sabía el Braulio, que ya no paraba mucho por allí. Me entretuve con un par de viejos conocidos antes de volver para casa y pregunté por Lola y por su hermano. Nadie sabía nada de él, y ella no salía de casa.






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domingo, 22 de agosto de 2010

Cap. V


L
a gente empezó a acostumbrarse a aquella nueva situación que no parecía incomodar más que a las familias de quienes habían sido detenidos por una u otra razón. Los uniformados informaban de que tenían causas pendientes con la justicia y ahí quedaba la cosa. Cuando parecía que todo se reduciría a esperarlos, empezaron a llegar más camiones con gente uniformada. Lo sorprendente fue ver a algunos de los alrededores vestidos de azul. Me disponía a salir un día con el camión tramino de Trabadelo cuando vi a Herminio mirar hacia afuera sorprendido.
– ¿Ese no es Julio el de Carracedo?
- El mismo, pero con traje nuevo, respondí, sarcástico.
– ¿Te ha pagado lo que debía?
– Pues no. Yo que tú aprovechaba para recordárselo.
No contestó. Terminó de llenar un par de botellas de aceite, se limpió las manos al delantal y salió buscando con la vista al tal Julio. La proliferación de uniformes en la plaza era más que disuasoria, pero Herminio era así. Les vi hablar unos instantes y enseguida empezaron a alzar la voz hasta que el de azul le dio un pequeño empujón, amparado por algunos compañeros. Era un tipo grande y se le había agriado la expresión. Al poco Herminio caminaba hacia la tienda con el semblante serio y un par de azules detrás. Entraron pisando fuerte y mirando para todas partes como buscando una mínima huella del delito.
– A ver dónde está esa deuda.
Herminio pasó detrás del mostrador, sacó la libreta donde apuntaba lo que se le debía, la abrió por la página adecuada y señaló el apunte.
– ¿Cuánto es?
– Dieciocho pesetas.
– ¿Cuánto tiempo he sido cliente tuyo?
– No lo recuerdo.
– Yo sí. El tiempo suficiente para que me hayas robado esa misma cantidad.
Herminio cerró la libreta y no dijo nada. Pero el otro no estaba aún conforme.
– Así que apunta ahí debajo lo que me robaste, espabilao. ¡Venga, escribe!
Herminio lo miró fríamente, sin contestar. Entonces el otro de azul echó a hablar entre risitas.
– Yo creo que te ha deber un par de botellas de vino por ser tan atrevido.
Identifiqué inmediatamente aquel castellano recién estrenado y el acento que me era tan familiar en boca de mi abuela. El tal Julio pasó detrás del mostrador y se hizo con dos botellas de vino mientras el otro reía por lo bajini. Confié en que mi jefe no perdiera su habitual sangre fría. Antes de salir miraron en mi dirección y oí lo que era de esperar.
– ¿Aún tienes a este rojo contigo? No pareces muy listo...
Quedé mirando a Herminio mientras salían y me pregunté hasta qué punto podía esperar algo de él. Era imposible saberlo.
En los días posteriores las cosas se fueron complicando aún más. Los mandos de aquel pequeño ejército fueron buscando acomodo en las casas del pueblo pero llegó un momento en que no había sitio para todos. Algún deudor de Mario tuvo que ceder su pajar poco menos que por la fuerza y en pocos días la presión se acentuó sobre quieres dependían económicamente de las fuerzas vivas.
Un frío viernes apareció un bando reclamando el derecho de la soldadesca sobre los bienes inmuebles que fueran necesarios para "la patria". Quiso el azar que la primera víctima fuera Lucio, el suegro de Herminio, un hombre poco a dado a ceder nada de lo suyo.
La mayor parte de la tropa había salido en los camiones aún de madrugada, y con las primeras luces dos uniformados se presentaron en su casa acompañados de don Marcial, reclamando toda la planta baja de la casa.
En poco tiempo las voces se oían en la calle. Los de azul, sorprendidos por la determinación del viejo, no sabían muy bien qué hacer. El tal Marcial intentaba calmar la furia de aquel hombre pero no lograba convencerlo. Llegado un momento se retiró dejando el fregado en manos de la supuesta autoridad. Apenas paré la moto ante la tienda, observando la escena, cuando vi a Lucio por los suelos. Enseguida entró en la casa seguido de los uniformados. El tipo de las gafas negras apareció en el omnipresente jeep y se precipitó también dentro del local.
Siguieron algunas órdenes  y los gritos del viejo. Después se oyó el estampido familiar de la escopeta de caza y un sinfín de disparos secos y distantes. Herminio salió disparado de la tienda con la escopeta en la mano. Lo seguí sin pensar lo que hacía. Corrió por el callejón posterior y entró por la parte de atrás de la vivienda.
Lo alcancé justo a tiempo de situarme ante él y señalarme la sien con el índice, pero lo que vi en su mirada era todo lo contrario de la locura. En la casa no se oía nada. Abrimos la puerta sigilosamente. El cuerpo de Lucio yacía descompuesto sobre la mesa y en el piso de arriba se oían los sollozos ahogados de su mujer. Afuera el faccioso escupía amenazas fuera de sí mientras los otros dos le guardaban las espaldas. Ni siquiera habían retirado la escopeta del viejo y quedaban cartuchos desparramados por todas partes. Había un no sé qué de irrealidad en su cuerpo inerte.
El estampido de la escopeta de Herminio me volvió al presente.
Disparó dos veces protegido por la columna de la entrada y se echó la mano al bolsillo para cargar de nuevo.
Siguiendo un puro instinto me hice con el arma del muerto y recogí cuantos cartuchos pude mientras escuchaba el intercambio de fuego afuera. La figura petrificada de Herminio buscaba de nuevo más munición. Parecía una estatua estremecida por el estruendo.
Los estampidos secos de las pistolas eran menos frecuentes. Alguno había caído. Entonces vi que su mano no llegaba a salir. Cayó casi a plomo sobre la balaustrada de madera y quedó allí colgando como un espantajo. El militar seguía disparando mientras corría hacia él bufando como un toro. Vació el cargador hasta que el percutor hizo un ruido absurdo justo cuando su cara quedó frente al punto de mira de mi escopeta. Lo dejé sin pensamientos sin pensarlo.
Luego me levanté del suelo extrañamente tranquilo y observé el panorama en la plaza. Un caído que no se movía y otro agarrándose el estómago con una queja casi inaudible. Y una quietud que nadie creería.
En un par de minutos todas las dudas eran ya cosa del pasado. A punto de dejar aquel sangriento escenario me di cuenta de que no podía irme de cualquier manera. Para empezar la escopeta no podía quedar allí. Crucé la correa sobre el pecho y con los bolsillos de cartuchos corrí como si me llevara el diablo hasta donde me esperaba la moto.
La plaza permanecía desierta y el otro herido había dejado de quejarse. Mi cabeza comenzaba a asimilar lentamente la situación. Nada menos que tres muertos. Probablemente cuatro. Cabía la posibilidad de que Herminio se llevara todas las culpas, pero no me fiaba. Había que largarse y rápido. Arrastré la moto como pude hasta una pequeña pendiente a la salida del pueblo y no encendí el motor hasta tomar la primera curva.

sábado, 21 de agosto de 2010

Cap. VI


M
i padre se llamaba Manuel, como yo. Y como su padre, que murió joven en las minas, en Fabero. Aquella ausencia le había marcado de una forma dramática. Es difícil saber por qué algunas personas nos resultan tan imprescindibles.
Se casó relativamente mayor con una mujer aún mayor que él. Aquel enlace fue una sorpresa para todos. Se les vio juntos en un par de celebraciones muy próximas en el tiempo y poco después se casaron en la pequeña iglesia de Vega, con poca familia de compañía y sin ningún tipo de celebración. No hubo luna de miel y yo siempre pensé que tampoco hubo noche de bodas.
Había algo en el comportamiento de los dos que me lo decía, aunque Marta, que era quien me contaba todo en las noches largas y frías del invierno, nunca quiso soltar palabra de aquella historia. "Non son cousas túas".
A aquella mujer se la llevó una enfermedad cuando yo tenía 11 años. No entregaron grandes afectos ninguno de los dos, quizás por culpa de aquella extraña relación. Me crié entre tareas no siempre apropiadas a mi edad y aprendí a arreglármelas sin depender de nadie. Su ausencia no me dolió más de lo que sentiría la falta de comida o de calor en aquel clima despiadado. Él si lo acusó. Se volvió aún más taciturno y más insociable, si ello era posible.
Cuando llegué a casa el sonido de la piedra de afilar se hizo presente de nuevo, pero tenía cosas más importantes de que ocuparme. Por un momento estuve tentado de marchar sin decir ni palabra. Pero él apareció de improviso y se quedó mirando fijamente la correa de la escopeta cruzada sobre mi pecho. Mi cara debía ser un poema. Omitiendo los cruentos detalles, le expliqué que tenía que irme. Preguntó a dónde y no supe qué decir.
– Te lo haré saber en cuanto pueda.
Con alguna ropa en la mochila, aquel gastado impermeable y el dinero que quedaba en la mesilla de noche salí al exterior. La silueta asombrada de aquel hombre incomprensible se recortó en el hueco de la puerta contra la luz amarillenta de la cocina. Arranqué sin encender la luz y tomé camino de Villafranca después de colocarme el impermeable contra el pecho y calzarme los guantes de lana.
Apenas coronado el pequeño alto a la salida del pueblo apagué el motor. Los neumáticos necesitaban presión y hacían un ruido exagerado para lo poco que avanzábamos, pero era mejor que atronar el aire con aquel estruendo. Fue una buena idea. Enseguida oí voces y distinguí el haz tímido de alguna linterna. El saberse fuertes no invita a la discreción. Apenas vi el haz de luz rozarme otra vez me eché a la cuneta, extendí el impermeable sobre la máquina y me fundí en la tierra lo mejor que pude. Cuando el camión pasó a mi lado, luego de un buen rato, la noche era casi impenetrable. Sentí que las nubes eran mis únicas amigas. Y el frío me abrazó también con entusiasmo. Fue un consuelo pensar que podría ser peor. Mucho peor.






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