sábado, 31 de julio de 2010

Cap. XXVII


Y
a entrada la tarde, volvía la consciencia a pasitos cortos y los ojos iban registrando con cierta alegría los detalles insignificantes de las maderas del techo. Entre las sábanas vivía un calorcillo vivificador que siempre se recordaba. Uno de los pocos signos de normalidad que las circunstancias permitían sólo de cuando en cuando. Por los caminos interiores del cuerpo, garganta abajo, nacía una sensación como de quemadura, una irritación cuyo origen delataba algún líquido que insistía en deslizarse por la nariz. No se puede viajar impunemente en un tren, a la intemperie.
Una corriente líquida se manifestó en la nariz en cuanto me incorporé. El sol parecía haber caldeado el austero espacio, pero la tarde caía ya y el frío nocturno era algo seguro. Había algunas cosas que no se podían demorar. Los restos de comida propagaban por el aire un olor desagradable y el cuerpo necesitaba de algunos cuidados que correspondían principalmente a la alimentación.
Asearse mínimamente ayudaría también a despertar por fin de un sueño reparador. Abierta una de las contraventanas, la luz inundó discretamente la estancia. Alguna columnita de humo en el aire era el único signo de vida en el exterior.
Los cuervos hicieron acto de presencia en cuanto los restos de comida fueron depositados lejos de la casa, a una cierta distancia del rio. Aquel murmullo del agua se antojaba a veces necesario para conseguir una cierta paz interior. El entorno no mostraba ningún cambio a primera vista.
Recorrí lentamente las márgenes del rio acompañado de la musiquilla natural de la corriente mientras la luz se escondía cada vez más tras los montes. Antes de volver corté algunas ramas verdes de matorral que servirían para adecentar el piso de la casa. La siguiente tarea consistió en fijar un orden de prioridades en las tareas pendientes.

Razonablemente aseado y con ropa limpia salí a la calle observando al pasar la casa de Damián sin signos aparentes de vida. Elegí una tienda que no había visitado nunca para proveerme de algunos alimentos indispensables, en una cantidad discreta para evitar la curiosidad del tendero, un tipo de pocas palabras, de hombros hundidos y ojeras hundidas.
Ya estaba con otras tareas cuando me dio las vueltas y las buenas tardes. La llovizna del día anterior había dado paso a un cielo apenas manchado por algunas nubes blancas y altas que, con algo de suerte, evitarían que la temperatura bajara demasiado por la noche. Había poca gente en la calle y los pocos bares por los que pasé permanecían casi desiertos.
Los carteles de contenido propagandístico aparecían aquí y allá, ocupando los muros y las paredes que delimitaban las fincas abandonadas o los terrenos de labor. Un grupo de uniformados dio la vuelta a una esquina a lo lejos obligándome a tomar otra ruta. Apoyé un instante el paquete de alimentos en una ventana baja, me limpié los mocos que pugnaban por salir de su encierro y seguí camino.
El vecino malquerido de Damián había sacado la silla fuera de casa y disfrutaba de la soledad exterior con el cuello de la chaqueta subido y el bastón golpeando a intervalos regulares el suelo, como siguiendo el ritmo de algo. Canturreaba alguna cancioncilla cuando pasé a su lado sin prestarle atención. Puede parecer imposible, pero en ciertas circunstancias las miradas de la gente llegan a notarse como se nota el viento o la caricia de la lluvia.
Esta mirada tenía poco de caricia y me hizo pensar que la supuesta seguridad de mi refugio estaba lejos de ser definitiva. Se perdió el eco de la cancioncilla al llegar a lo alto de la cuesta.

Necesitaba noticias de aquel Damián pero la presencia del viejo más abajo aconsejaba prudencia. Ladraba algún perro a lo lejos cuando llegué a la casa.
Lo bendecí por haber acumulado aquella leña seca. Unas simples tablillas debajo de un par de troncos abiertos y el fuego reinaba fácilmente convirtiendo la estancia en un lugar más apto para la vida. Después de hincarle el diente a una jugosa manzana dispuse algunos simples planes y esperé la llegada de la oscuridad. Un picor en la garganta anunció el esperado avance del resfriado.
Eché mano de un viejo chaleco para combatir el frio exterior, y con el cuello de la chaqueta levantado me dirigí directamente a la casa de Damián. Empujé discretamente la puerta y esta opuso una resistencia mínima. La escasísima luz no permitía un examen mínimamente útil. Busqué por la cocina hasta encontrar el mechero de yesca sobre el tirador de la chimenea y alimentando la exigua brasita soplando de cuando en vez inspeccioné el comedor y las habitaciones.
Nada más empujar la puerta del dormitorio se hizo presente un olor dulzón muy familiar. Sobre la mesita de noche reposaba un plato con una manzana completamente podrida. La cama estaba desecha y el cuchillo que habría servido para pelar la fruta descansaba indiferente a todo en el suelo, junto a la pared.
Empujé la puerta del mínimo espacio que utilizaba para el aseo. Cuando soplé sobre le mecha, el espejo devolvió la imagen fantasmagórica del rostro y el rastro escarlata de cuatro letras dibujadas toscamente sobre el cristal. Rojo.
La imagen reflejada por el cristal parecía mostrar mejor que nada la realidad que se imponía cada día. Un rostro magro, avejentado, la tiniebla acentuada por la débil iluminación y el futuro en letras rojas. Por las paredes, diseminados aquí y allá más rastros de sangre ya reseca.

Lo mejor era escabullirse después de recuperar cualquier cosa que resultara útil. Me sorprendió descubrir dentro de un armario la ropa femenina y algunos pares de zapatos de charol en el fondo. Recordé vagamente algunos comentarios más bien sarcásticos que había hecho sobre la que había sido su mujer y a los que apenas había prestado atención. Después me pregunté qué razón lo habría impulsado a conservar aquellas ropas y concluí que las razones no siempre obedecen a leyes lógicas o racionales.
La búsqueda resultó inútil. El hombre no parecía haber dispuesto de nada que no fuera lo imprescindible para la vida. El frío se hacía más intenso cuando eché la cabeza para comprobar que en el exterior todo continuaba tranquilo. Algo ardía ya garganta abajo sumándose a la sensación de ligero mareo que suele acompañar a los males del frío.
De vuelta a mi refugio, el calorcillo de la cocina aportó un cierto alivio a las perspectivas del nuevo y sórdido hallazgo. Una cena breve y austera dio paso a un periodo de reflexión al lado de la chapa caliente y a la caricia húmeda pero reconfortante de la humilde cama.
La mañana nació con una niebla espesa instalada a cierta altura, fría y húmeda. La picazón de la garganta empezaba a ceder y sólo una leve tos testimoniaba los efectos de la fría incursión en el tren salvador. Parecía recomendable no darse muchos paseos ante el viejo de la cuesta, y la solución era obvia. La puerta de la bodega ofreció una cierta resistencia.
Localicé la entrada al pasadizo y uno vez levantada la gruesa trampilla cerré de nuevo la puerta de entrada. La débil luz de la mecha iluminó los pasos en el claustrofóbico espacio hasta llegar al espeso matorral que disimulaba la entrada. La niebla parecía más inclinada a descender sobre el mundo que a ceder paso a los rayos del sol.

Desembarqué discretamente por las calles estrechas. Era hora de moverse. Alguna gente caminaba urgente por las aceras, siempre aisladamente, como si la compañía fuera algo prohibido. Localizar el bar tomó su trabajo y la caminata no tuvo más recompensa que la visión del abandono más absoluto. Hojas muertas, papeles de periódico y desperdicios de todo tipo se acumulaban en el lugar. La falta de información comenzaba a hacerse insoportable y todo alrededor empezaba a dibujar un panorama particularmente negro.
Caminando por las calles intentando aparentar una normalidad acaso difícil de entender ya, se entró la mañana. Pasó un elegante coche negro, abrillantado y dentro de el cuatro tipos con cara de pocos amigos y el gesto concentrado. Me extrañó no ver apenas los uniformes y correajes que hacía poco tiempo eran tan frecuentes en las calles.
Como si de una respuesta se tratara llegó un eco de lo alto de las montañas y tras el primero un rosario de estallidos que recordaron inmediatamente la voz de Lola. Son cañones, había dicho. Como estos. La gente que transitaba por la calle apuró el paso después de mirar hacia lo alto. Alguien tenía que saber algo.
La humedad que rodeaba todavía un pasquín colocado sobre la cristalera de un local con apariencia de abandono llamó entonces mi atención por la abundancia de letras que contenía. No era información lo que aquello contenía sino más bien un alud de advertencias contra todo aquel que osara prestar la más mínima colaboración a los "enemigos de la patria". Todo lo que parecían necesitar ya era sacar a quienes se ocultaban de sus cubiles.
La violenta claridad de la niebla que por fin ascendía puso un claro contrapunto a la oscuridad que nacía y se extendía por los caminos del cuerpo, dentro quizás del alma.

El olor a garbanzos o verduras que se extendía por las calles indicaba la proximidad de la hora de la comida. Un rumor de voces salió a la calle desde un local que no recordaba. Aparcó un pequeño camión en la acera y dos hombres de edades diferentes se apearon con gesto de cansancio y traspasaron la puerta abierta completamente. Decidí seguirles. Gente con gorras y boinas se alineaban sobre bancos corridos apoyándose en las mesas en silencio.
Sólo un par de individuos bien vestidos charlaban en la barra mientras daban cuenta de dos vasos de vino e introducían de cuando en cuando un pimiento verde entre las fauces. Salió una mujer de una puerta al fondo del local, con un mandil de flores oscuras sobre un fondo azul.
- Tenéis callos y arroz, muchachos, vosotros diréis.
Había dos grupos de tres personas en una de las mesas y otras dos aisladas en la de enfrente. Seguía entrando gente. La concurrencia elegía entre los dos platos y la mujer se iba a la cocina sin más. Súbitamente noté presión en el hombro y enseguida se me vino un tipo corpulento encima, reclamando sitio sobre el banco y sin prestar la más mínima atención a mi reacción.
Controlé un primer impulso y cedí el sitio haciendo de paso hueco a otro que lo acompañaba. Volvió la mujer de la cocina con tres platos de callos y preguntó con la mirada. Elegí arroz. Se sirvieron los platos y algunas jarras de vino aterrizaron en la mesa sin que nadie las pidiera. Luego vinieron los vasos, gruesos y gastados. Entró un par de hombres por la puerta y uno de ellos habló con tono autoritario.
- Ponnos una mesa.
La mujer hizo un gesto de fastidio mientras el tipo paseaba una mirada displicente por entre los asistentes.

Disimulé como pude la sorpresa de ver al antiguo jefe de Lola a su lado, con gesto serio y bien vestido. La mujer trasladó una mesa redonda hasta la entrada con ayuda de uno de los clientes del local y la arrimó a la pared para evitar obstaculizar la entrada. No recordaba el nombre de aquel tipo y dudaba si me podría reconocer. Una sensación de relativo alivio me recorrió cuando ocupó la silla que quedaba de espaldas.
El tono altisonante de su conversación contrastaba llamativamente con lo contenido de las voces del resto del comedor. Los de la barra terminaron sus vinos, pagaron y marcharon sin contestar al agradecimiento de la camarera.
Entre el arroz blanco había algún trozo de calamar más bien duro y un huevo cocido. En conjunto no resultaba especialmente sabroso pero ayudaba a llevar las penas. Los tipos a los que había hecho sitio hablaban de cuestiones de campo, cosechas, semillas y fechas.
El grupo de tres a mi derecha hablaba apenas y miraba de reojo a la mesa de la entrada. Presté más atención a sus cuchicheos y a la conversación de los dos de la mesa redonda, a la cual había que atender aunque fuera involuntariamente.
Entre los cuchicheos del grupo llegaba alguna palabra aislada. Carracedo. Una columna de humo. Los gestos denotaban interés y de vez en cuando escapaba una mirada a la mesa de la entrada. Sus dos ocupantes conversaban como si no pasara nada en el mundo. Cifras, fechas y algún adjetivo que denotaba educación y formación técnica.
- … evitando en lo posible los alarmismos.
El que fuera jefe de Lola hablaba poco y se rascaba frecuentemente la cabeza en un gesto quizás de inseguridad. El otro tipo miró a la camarera con un gesto autoritario hasta que la mujer acudió a la mesa apresurada.

Al poco se les acercó con un plato lleno de jamón recién cortado cuyo aroma hizo levantar la vista a todos los presentes, y dos servilletas de paño. Comprendí que era imposible recabar información fiable en una situación como aquella. Súbitamente aparcó un jeep frente a la entrada y los músculos se tensaron involuntariamente.
Entró apresuradamente un oficial que se cuadró ante la mesa redonda mientras la concurrencia observaba con atención. Observé la reacción del jefe de Lola mientras el otro tipo escuchaba las novedades y después hacía un gesto con los dedos de la mano. El oficial entró con un prisionero que llevaba la frente cubierta por una venda amarillenta y las manos a la espalda. Se levantó, examinó los papeles que el otro le mostraba y murmuró apenas.
- Trasladado.
Oficial y prisionero abandonaron el local rápidamente mientras el tipo se limpiaba la boca con la servilleta y respondía a las miradas curiosas con un gesto altivo que las devolvió a los platos. Sólo el rumor de los cubiertos sobre la loza conseguía hacerse notar al lado de su voz profunda y autoritaria. Alguna gente comenzó a abandonar el local después de pasar a pagar por la barra.
Unido al grupo que salía salí del comedor con una sensación de que el tiempo se había acabado y una necesidad urgente en el estómago, en el que la comida parecía haberse congelado. El malestar fue creciendo hasta que un vómito repentino me asaltó en un pequeño descampado entre casas ruinosas. Mientras me recuperaba observé con cuidado la puerta del local.
Eché a andar cuando sentí el rumor del jeep aproximarse desde el cruce próximo. Paró a recoger al importante y siguió camino. El jefe de Lola comenzó a caminar en mi dirección.

Desde la otra acera sentí un instante su mirada atenta y una vez se hubo alejado lo suficiente seguí sus pasos. Vestía una gabardina de aspecto pulcro y factura impecable y su caminar parecía reflejar un mundo interior estable y en paz. Dobló la esquina obligándome a acelerar el paso. Tras un recorrido relativamente corto levantó la vista hacia uno de los pisos de un edificio de construcción reciente.
La bandera bicolor flotaba en una de las ventanas más altas. Subió con seguridad los amplios escalones de la entrada y apretó un timbre. Le franqueó la entrada uno de uniforme alto y circunspecto. Frente al edificio se levantaba una capilla casi diminuta rodeada de un pequeño jardín con dos entradas.
Entré al tiempo que una mujer enlutada que llevaba de la mana a una cría rubia de pelo liso sujeto por una pequeña coleta. Ella entró en la capilla mientras mis pasos recorrían despacio el jardín exterior. Algunas nubes se deshacían en lo alto permitiendo el paso de los rayos del sol. No había en el jardín nada que llamara especialmente la atención.
Setos bajos componiendo un espacio geométrico en el interior del cual crecían flores y plantas de exuberantes hojas verdes. Interesaba más la capilla. La pared trasera describía un semicírculo imitando los ábsides de otras construcciones de carácter religioso, albergando una puerta de madera recia y oscura y un par de ventanales en un nivel más alto.
Completada la vuelta al recinto me encontré de nuevo ante la gran puerta de entrada sobre la que se había colocado un pequeño cartel con el horario de misas. El cristal que lo protegía reflejaba con todo detalle la imagen del edificio de enfrente y los embates del viento sobre la bandera.
Los pasos producían un eco inevitable en el interior de la capilla. La mujer enlutada se había arrodillado en uno de los bancos más próximos al altar.

Otra mujer, en traje de faena , limpiaba cuidadosamente las aristas y ángulos de los bancos con un paño que humedecía periódicamente en un cubo de cinz. Al otro lado del pasillo, adosada a la pared, una escalera de madera ascendía por una empinada pendiente hasta un nivel superior.
El aire del exterior no ayudó a dispersar los fantasmas que cabalgaban en algún rincón, entre los nervios y las arterias, seguramente cerca del corazón. Una extraña inquietud se hacía dueña de todo mientras caminaba por las calles sin perder de vista la entrada del diminuto templo.
Salió la mujer enlutada con la niña de la mano y al poco tiempo, mientras me aproximaba, siguió sus pasos la limpiadora. Giró enseguida a la izquierda dirigiéndose con paso seguro hacia el fondo del jardín. Me interné de nuevo en el recinto mientras con un ojo observaba como se inclinaba para vaciar el cubo por el sumidero y con el otro permanecía atento a la pequeña escalinata presidida por la rojigualda.
Una vez dentro dejé que una de los columnas ocultara mi presencia a quien pudiera entrar de nuevo.
Al cabo de unos minutos, los pasos de la mujer despertaron nuevos ecos sobre el piso encerado. Caminó de prisa hacia la sacristía, entró en uno de los recintos y salió deprisa sin los útiles de limpieza. En mitad de uno de los pasillos laterales estiró el cuerpo hasta una cierta altura en la columna y accionó un interruptor, apagando las pocas luces que alumbraban el recinto.
Desde la puerta emitió una voz que resonó extrañamente entre la imaginería, los bancos y las columnas de piedra.
- Voy a cerrar. ¿Queda alguien?
La llave basculó pesadamente dentro de la cerradura y después se hizo el silencio. El sol se colaba por los altos ventanales laterales sin conseguir aportar un gramo de calor.

No había contado con un desenlace tan rápido y sorpresivo, pero a cambio contaba con toda la libertad para examinar la actividad en el edificio de enfrente sin más riesgos que una noche sin cena y un poco de calor. La escalera de madera subía con una acusada inclinación hasta un altillo probablemente destinado a un coro que no podría ser en ningún caso numeroso.
Tres ventanas proporcionaban luz bajo un pequeño rosetón desprovisto de toda policromía. El único mobiliario consistía en una pequeña escalera de madera que sirvió perfectamente para instalar el observatorio. Del edificio de enfrente salía y entraba gente con cierta frecuencia, sin que el trajín llegara a ser continuo.
Gente uniformada o elegantemente vestida. Algún pintor también, con el mono de trabajo decorado profusamente por gotitas más o menos llamativas de muchos colores, sobre los que parecía predominar el blanco.
El frío comenzó a ganar terreno después de un cierto tiempo de observación. Nada alrededor de lo que echar mano. En la sacristía aparecieron algunas prendas cuya utilización parecía reservada a los oficiantes y un par de mantas sobre un estrecho catre que quizás utilizaran para descansar entre oficio y oficio. Parecían de buena calidad.
De vuelta al observatorio, algunas nubes comenzaron a interponerse ante los rayos del sol. La temperatura era realmente fresca, pero tampoco era probable que descendiera demasiado. La puerta del edificio se abrió de nuevo franqueando el paso a un oficial, alto y atlético y a un tipo que delataba cierta irregularidad en el paso por los escalones. Se pararon en medio mientras el militar extendía el dedo índice para enfatizar lo que estaba diciendo. Al principio se hizo un poco extraño reconocer a su lado las facciones familiares de Germán.

Después volvió rápidamente a la memoria aquella imagen de los montes de Sotelo y la posibilidad apuntada por el amigo de nombre desconocido de que fuera el parentesco lo que uniera a aquellos dos hombres. Ningún parentesco podía situarlos juntos en aquel escenario.
Una intensa pesadumbre se acomodó entre los ojos aconsejando cerrarlos, como si la oscuridad pudiera ser un consuelo. Volvieron recuerdos remotos de la infancia y la juventud. La existencia humilde pero digna de los primeros años de trabajo en Vega, las facciones ya borrosas de Herminio, la expresión eternamente sombría de aquel hombre que quizás aún seguía siendo mi padre.
Pero no… Nada en todo cuanto nos rodeaba permitía atisbar el más mínimo indicio de esperanza. Probablemente se cansarían de actuar de aquella manera, pero pasaría tiempo. Entretanto, todos éramos carne de cañón. Lola. Quizás ella había sido capaz de verlo todo con más clarividencia. Lola callada para siempre. Lola, llorosa, abandonada. Abandonada. No hay peor desazón que la provocada por las cosas que ya no tienen remedio.
Los dos hombres se separaron al llegar al fondo de las escaleras. Germán avanzó con su paso pesado y desigual hasta desaparecer de la vista y el otro permaneció pensativo, como si no supiera exactamente cuál era su destino. Finalmente bajó presuroso los escalones y desapareció. Llegó la noche mientras me paseaba por los pasillos del templo vacío y en penumbras, levantado del suelo un rumor de dudas y zozobras que nacían en el alma y más concretamente en el recuerdo.
El tacto de las manos blancas de Lola abandonada dejó un rastro claro sobre la piel huérfana de caricias. La sensación extraña de estar a salvo entre la imaginería de las paredes y las luces avergonzadas de los cirios terminó por crear una especia de duermevela que se parecía mucho a una borrachera.

Todo se pobló de recuerdos vagos de la juventud y otros más recientes, duros y descarnados. Gente muerta, abandonada en los caminos. Extendí las manos del verdugo, parado en medio del pasillo, examinando con asombro su sorprendente estabilidad comparada con el temblor enfermizo de los primeros días de huída. La costumbre. El hábito.
El instinto de supervivencia y la asombrosa capacidad de adaptación de todo ser humano. ¿Humano? La pregunta quedó flotando en un lugar desconocido y los pasos volvieron a su ritmo cansino entre los bancos alargados de la iglesia y la mirada muerta de las imágenes.
Un cansancio más anímico que físico invitó al cuerpo al reposo. Busqué el interruptor que accionaba el alumbrado. Estaba en una de las zonas más oscuras. Por si alguien entraba a horas excesivamente tempranas coloqué en medio del pasillo una de aquellas pesadas palmatorias, de manera que no le quedara más remedio que derribarla en medio del silencio. El estrecho catre de la sacristía dio cobijo después a un cuerpo dispuesto a abandonarse al sueño.
Reinaba la oscuridad absoluta cuando en la calle se levantó un ruido de voces. Tras los ventanales del coro un grupo de gente armada trasladaba a cinco personas con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Parecía habérseles unido un grupo más nutrido de civiles que no cesaban de increpar a los prisioneros y algunos de los cuales se atrevían a zarandearlos sin contemplaciones. Puta.
El insulto llegó claro y contundente. Puta de los rojos. Las formas femeninas se revelaron apenas bajo la luz escasa de las farolas. La melena corta y las caderas redondas de una mujer con la cabeza erguida, al contrario que sus compañeros.

Uno de los uniformados se situó ante los más exaltados y al poco tiempo desembarcó de un jeep recién llegado un tipo corpulento que recordaba mucho al acompañante del jefe de Lola. Los prisioneros fueron introducidos en el edificio, la puerta se cerró tras ellos y el grupo de exaltados se fue disolviendo poco a poco. Se encendieron algunas luces de salas contiguas en el tercer piso.
Tras las cortinas, la silueta del hombretón tomó asiento en una mesa tras la que comparecieron, uno por uno, los apresados. Aparcó un camión junto a la escalinata y al cabo de un cuarto de hora los prisioneros fueron obligados a subir a la plataforma, acompañados de un par de hombres armados. El camión partió y volvió el silencio.
En el estrecho catre del cura las ideas iban y venían en una corriente casi absurda de interrogantes sin solución. No siempre sirve de algo preguntarse por las razones de lo que ya ha escapado del presente. Ciertos tonos rosáceos en lo alto anunciaban el alba mientras una rabia sorda se iba haciendo dueña del mundo. Un deseo irreprimible de compensación, de reparación del daño.
Y una sensación de hastío invencible, mucho más intensa que el deseo. Como un minúsculo roedor instalado en el interior del cuerpo, el hambre exigía tributo mientras caminaba por el pasillo lateral y retiraba la palmatoria depositándola después en su lugar.
Ascendí de nuevo al coro con la manta por los hombros y fijé la vista en el exterior. Aquella gente madrugaba. El oficial permanecía en la habitación en la que había despachado con los prisioneros, recostado sobre la silla, atendiendo a la conversación del que se paseaba por el despacho con pasos irregulares. El abuso no sabe de esperas.

Es una tentación urgente, irreprimible, que echa de la cama aún a los cojos, que se supone deben estar más cómodos reposando. Mientras contemplaba a través de las cortinas la silueta difusa de Germán, el odio se concentró ante los ojos, preñado de recuerdos y los dedos buscaron el tacto frío y reconfortante del revólver.
Brotó en el silencio el ruido sostenido de la llave en la cerradura y una línea de claridad fue abriéndose cuando se abrió por completo una de las puertas laterales. Sonaron relajados y cadenciosos los zapatos del cura sobre la madera encerada. Observé su silueta como si perteneciera a un habitante de otro mundo, un alienígena de aspecto siniestro. Dio unas vueltas en torno al altar disponiendo las cosas necesarias para el oficio y entró en la sacristía.
Entonces fui consciente de la presencia de la manta sobre los hombros. Y del hecho aún más problemático de que del lugar en que me encontraba sólo podía bajarse de una manera. Tampoco recordaba haber compuesto mínimamente las ropas del catre. Abandonada la manta en cualquier lugar descendí rápida y silenciosamente por las escaleras de madera recia y oscura. Se abrió la puerta de la sacristía antes de llegar abajo.
El cura transportaba una de aquellas llamativas prendas hasta una silla especialmente construida para arrodillarse y no parecía haberse percatado de nada. En cuanto volvió a penetrar en la sacristía escurrí el bulto sin poder evitar un pequeño chirrido de las bisagras de la puerta.
Un jeep aparcó al pie de las escalinatas cuando aún permanecía bajo las bien labradas piedras de la entrada. Bajó un uniformado con dos galones rojos y se precipitó escaleras arriba dejando el vehículo en marcha. Algunas cosas suceden porque tiene que suceder, como si estuvieran marcadas en el libro del destino desde el principio de los tiempos.

Germán cedió el paso al que subía apresurado y después enfiló su paso irregular sobre los escalones. Eché a andar de prisa con la culata de madera entre los dedos, bajo la chaqueta. No se daba mucha prisa. Pasé el lado del jeep y en cuatro zancadas silenciosas me planté a un metro de su confiada silueta.
- ¡Germán!
Volvió la cara iniciando un gesto de sorpresa que no llegó a completarse. La bala proyectó la cabeza hacia atrás con un empuje brutal que arrastró al cuerpo hasta dejarlo desmadejado sobre las frías piedras de los escalones. Saltar al coche y ponerlo en movimiento fue cuestión de un par de segundos. El tipo que me miró desde la acera con una insuperable expresión de asombro no me resultaba desconocido.
El de la otra acera se dio la vuelta sin disimulos. Miré su cara por el retrovisor pero la gorra que llevaba encasquetada me lo impidió. Por segunda vez en poco tiempo contemplé las manos aferradas al volante, extrañamente tranquilas. Aquel tumor de hielo parecía alimentarse bien a pesar del hambre. Conducir tranquilo, sin prisas, cambiando de dirección con frecuencia. Llegar. Y después ya se vería.
Nada en el aire que anunciara que algo terrible acababa de ocurrir. Terrible especialmente para el traidor. El supervisor. Germán, el canalla. Volvió a la memoria su extraña manera de bailar y la expresión de azoramiento que le asomaba al rostro ante la proximidad de un cuerpo femenino.
Ya está. La frase se abrió camino como si acabara de dar a luz a un nuevo individuo. Un tipo que sabía qué había que hacer. El coche avanzaba por un sector de la ciudad que conocía poco. Casitas bajas diseminadas irregularmente por una llanura en la que crecían matorrales bajos y algunos árboles frutales que los vecinos seguramente cuidarían. Observé el reflejo del río a lo lejos y el contorno de un secadero de tabaco.

Abandoné el jeep bajo las maderas resecas del recinto, en el que se conservaba el olor penetrante de las grandes hojas, algunos restos de las cuales permanecían aún en alguna esquina. Hacía frío de una forma rotunda.
Las calles de la ciudad vieja me recibieron con algún rayo de sol filtrado entre las masas algodonosas de la niebla mañanera. Localicé el lugar con ciertas dificultades después de cruzarme con gente que barría el polvo de las casas, caminaba encogida por las aceras o se echaba a lomos de una bicicleta con el abrigo bien ajustado y un gorro que tapara las orejas. El murmullo del río traía ecos de una paz definitivamente fracasada.
Avancé por el sendero hasta encontrar la entrada del escondite tras los matorrales y ayudado por el mechero accedí por fin a la bodega. El sol se colaba ya tímidamente por las rendijas de las contraventanas cuando el sabor del pan humedecido y la cecina terminaron con el molesto vacío en el estómago. Mientras el vino tinto circulaba despacio garganta abajo, cierta sensación de alivio vino a instalarse en el aire frío del refugio.
No había más salida que la derrota total, pero ya no sería sin lucha. No es lo mismo, me dije, masticando lentamente las duras láminas de cecina oscura y aromática. No es lo mismo. Quizás no eran tan invulnerables como pensaban y era bueno demostrárselo. Sólo había un problema. A aquella gente no iba a gustarle que actuara por mi cuenta. Recordé el corpachón de Camilo y casi adiviné una severa reprimenda.
Parecía aconsejable mantenerse oculto un tiempo, pero la falta de información era un problema que sólo podía atajarse de una manera. La silueta del viejo de la calle de arriba se destacó contra las paredes cuando un par de horas más tarde alcancé la cima de la cuesta y eché una mirada a la casa de Damián, como quien da un responso a uno que se ha ido. Aquel viejo era un problema.

Decidí solucionarlo de la forma más expeditiva. Mientras avanzaba por la calle, un eco de motores llegaba en la lejanía. Debía haberse armado una muy gorda.
El viejo seguía mirando el suelo, aprovechando la caricia del sol cuando llegué a su altura. No saludó.
- ¿Cómo le va?
- A otros les va peor.
Se me agolparon en la cabeza las imágenes de las letras abandonadas en el espejo de Damián. Quizás el tipejo había colaborado. Pero no se puede ir por la vida matando viejos.
- Por cierto que sí, pero eso puede pasarle a cualquiera.
Se le congeló la sonrisa.
- ¿Tiene usted familia?
- Tengo.
- Estaría mejor con ellos.
No contestó. La mirada se le congeló como la sonrisa y tragó saliva.
- Se hace un paquete con toda la mierda que tenga y se va con viento fresco. Ahora. No se lo repito más. Estoy esperando.
La vista le iba de las piedras del suelo a las que debía ver en mi cara. Ni se le pasó por la cabeza otra ironía. Miró al frente unos instantes y se levantó. Pasaron las horas y el sol fue encaramándose a lo más alto.
Al filo del mediodía sacó una tabla con un par de ruedas de madera sobre la que había acomodado de forma precaria lo que había decidido llevarse. Ayudado por un bastón emprendió camino sin mirar atrás. Los utensilios cacharreaban cuando el extraño vehículo se veía obligado a sortear algún obstáculo. Nadie salió a despedirle. Mientras desaparecía de la vista, un asomo de culpa asomó a la conciencia. Lo despaché pensando que le había regalado la vida.

viernes, 30 de julio de 2010

Cap. XXVIII


P
asaron dos o tres días que fueron empleados en situar algunas otras vías de escape a lo largo del sendero del río. Dormitaba mansamente una mañana cualquiera cuando una mano me tapó abruptamente la boca. Lo primero que vieron los ojos desorbitados fue el negro agujero del cañón de una revólver. La mano cedió en su presión y los dedos hicieron un gesto conminándome a dejar el lecho. Detrás del tipo, semiocultos en la penumbra, había otros dos con pequeñas pistolas en la mano apuntando a la cama.
Aquellos no eran los uniformes esperados. La ropa de aquella gente se parecía a la de la que consideraba mi gente. El tipo se sentó en una silla junto a la mesa y situó a los otros dos de pie junto a la puerta con un pequeño gesto. La piel acusaba la caricia siempre presente del frío de la mañana. El sol permanecía aún oculto. Aventuré una pregunta por si de la respuesta podía sacarse alguna mínima conclusión.
- ¿Puede saberse qué pasa?
Siguieron en silencio, inmóviles. El de la silla se levantó, sacó un cigarrillo de un paquete arrugado bajo la chaqueta y se aproximó a uno de los otros sin interponerse nunca en el campo de las armas. Volvió a la silla expulsando el humo azulado en el frío ambiente del refugio. Terminado de vestirme, volví a preguntar.
- ¿Puedo comer algo?
El tipo negó con la cabeza y siguió disfrutando de las largas bocanadas que extraía del blanco cilindro alojado descuidadamente en las comisuras de los labios. Sentado sobre la cama acepté sin más la espera. El brillo de las dos corrientes de luz de las contraventanas iba creciendo poco a poco y sobre la cubierta se arrastraba de cuando en cuando el susurro suave de la brisa. Las tres miradas convergían sobre la cama como si temieran que de un momento a otro me volatilizara.

Parecían haber neutralizado con facilidad el sistema de alarma. El grueso tarugo de madera permanecía en la pared sobre el catre, inmóvil e indiferente a todo. Al cabo de una media hora sonó una voz apagada frente a la puerta y luego se hizo presente un cuerpo magro enfundado en una gruesa zamarra de tonos oscuros. Cerró la puerta en cuanto entró y echó mano de una silla que colocó frente a la cama. El de la mesa varió su posición para mantenerme a tiro.
- Mira que te lo dije…
Era la voz cansada y hasta hastiada de Venancio. Miré al contraluz sus facciones angulosas, la boca fina y la abundante cabellera. Sentía un gran aprecio por aquel hombre, si bien no sabía tampoco a qué podría obedecer. La empatía se sobrepuso por un momento a la incertidumbre, pero finalmente quise saber qué ocurría.
- ¿Qué pasa?
- ¿Que qué pasa? Te creía un tipo medianamente inteligente.
No consideré necesario responder a la observación. Los otros tres seguían atentos los acontecimientos. Venancio echó un rápido vistazo debajo de la almohada y se hizo con la pistola después de mirar de refilón al tipo de la mesa, que bajó la vista.
- Se te dijo claramente que no actuaras por tu cuenta. ¿Es así?
Asentí dubitativamente con la cabeza preguntándome como lo habían averiguado tan rápidamente. Enseguida recordé el gesto sorprendido de uno de los dos testigos y sus rasgos no enteramente desconocidos.
- Se te dijo también que actuar solo implica muchos riesgos. El peor de ellos es no saber identificar adecuadamente los objetivos.
Protesté con la mirada hasta que la duda se instaló despacio y amargamente. Se levantó y echó a andar por la penumbra. Hizo un gesto y los tres tipos salieron.

Jugaba con la pistola entre las manos mientras pequeñas briznas de polvo bailaban entre las líneas de luz que se colaba desde el exterior.
- Te has cargado a uno de los nuestros.
Una sombra pesada cayó sobre los hombros como una losa. La siniestra duda tomaba tintes de posibilidad y la expresión del hombre no dejaba lugar a dudas.
Murmuré apenas dos palabras que no pudieron encontrar el apoyo de las que debían acompañarlas.
- Lo vi…
- Se necesita más información de la que jamás podrías tener para actuar por tu puta cuenta. No tienes idea de lo que has hecho, pedazo de cabrón.
Se le instaló un gesto de ira en la expresión cansada. La losa sobre los hombros comenzaba a pesar más de lo humanamente soportable. La imagen de aquel Germán tímido y apocado, avergonzado ante la presencia de una hembra joven, se instaló en la tiniebla. Su apariencia frágil e insignificante. Su apariencia, tan lejana de su realidad y tan expuesta a la falta de inteligencia de uno que era su amigo.
El asombro empezó a transformarse poco a poco en una carga infinita de impotencia y auto-desprecio. Venancio confirmaba la sentencia sin dejar de ir y venir por la habitación, mirándome como se mira a una cucaracha.
- Hijo de puta…
El desprecio no podía doler más que el recuerdo, por más que viniera de aquel hombre admirado al que habría podido considerar mi amigo. El peso de la culpa se hizo insoportable. La propia voz adquirió un tono sombrío que no reconocí.
- Bien. Acabemos.
- ¡Cállate!
Salió y al punto entraron los otros tres. Por el esófago circulaba la acidez rancia de la vergüenza y la desesperación. Pasó un cierto tiempo y la puerta se abrió de nuevo. Alguien se dirigió al de la mesa con cierto aire de urgencia. Se levantó y salió sin cerrar. Los otros dos se miraron y luego fijaron la vista de nuevo en lo que debían vigilar. Alguna voz se alzaba fuera más alto de lo que era de esperar, como si hubiera surgido un desacuerdo sobre algo fundamental.
- ¡No hay tiempo, cojones!
La frase llegó clara al interior de la estancia. La figura de Venancio se recortó entre la penumbra.
- No sé si volveremos a vernos, pero más vale que no te encuentre jamás. ¡Vámonos!
Desaparecieron en segundos. Quedó un vacío extraño, irreal, flotando en la atmósfera y el aguijón del remordimiento retorciéndose entre las tripas. Caminaba pesadamente para cerrar de nuevo la puerta entreabierta cuando una figura menuda se coló dentro y se me quedó mirando fijamente. Estaba muy delgada pero conservaba aquella dureza en la expresión. La recordé abrazando a aquella Merche después de la refriega en los montes y después junto a mí, en el combate.
Cerré la puerta obligándola a entrar, y sorprendí un gesto de duda que no cuadraba mucho con la mujer de carácter que recordaba. Me dio la espalda un momento y deambuló entre la penumbra.
- ¿Te importa si me quedo?
Conservaba el mismo tono de voz de mujer con las ideas claras. No había cambiado más que su apariencia externa, más magra ahora, lo cual no causaba sorpresa.
- Claro que no. Estás en tu casa.
La expresión sonó de una forma absurda entre la luz escasa y la circunstancia que todos atravesábamos.

Se acomodó en una silla junto a la mesa y ofreció una breve explicación, con el deje de incomodidad que tiene alguna gente cuando está en casa ajena.
- Habría sido mejor quedarse y esperar. Venancio ha perdido facultades.
Quedó pensativa y luego volvió a hablar dejando que las cosas fueran por otro rumbo.
- Me gustaría saber por qué lo hiciste.
- La ocasión se presentó de tal manera que no había tiempo de pensarlo. Raras veces podemos devolver los golpes y ya necesitaba golpear.
Esperaba como agua de mayo algo que pusiera en solfa el curso de las cosas, una mínima duda que desviara por un momento el dedo acusador, pero no hubo más que silencio. Y quizás una cierta sombra de malicia atravesando sin misericordia su mirada. Quise saber más.
- ¿Qué está pasando fuera?
- Están poniendo la ciudad patas arriba. Ya no saben donde encerrar a tanta gente.
- ¿Por uno de los nuestros? ¿Puedes entenderlo?
- Eres tú el que no lo quiere entender. ¿Sabes lo que es un agente doble? Pues ya está. Sencillamente hacía bien su trabajo. Y se acabó.
Se levantó y caminó hasta las ventanas examinando lo que ocurría en el exterior.
- ¿Es seguro esto?
No conseguí reunir las fuerzas necesarias para contestar.
- Bueno, un día u otro nos cazarán como conejos… qué más da.
La profecía se instaló en el aire unos instantes sin causar ningún tipo de reacción, como si la fatalidad ya se hubiera hecho cargo del futuro. Enseguida hizo la siguiente pregunta.
- ¿Me prestarías la cama?
La miré y vi una curiosa mezcla de resignación y frivolidad en su rostro, como si todo lo que pudiera ocurrirle estuviera ya más que previsto. No parecía segura de recibir una respuesta afirmativa.
- Por supuesto.
- Respetaré tu propiedad, no te preocupes.
La observación me pareció injusta e incluso irrespetuosa, pero no tenía ganas de pelea. Decidí airearme, contra todo cuanto la sensatez aconsejaba. A punto de cerrar la puerta, recordé algo.
- Si te cae encima aquel tarugo, sal zumbando por donde te he dicho. Claro que no sabes cómo salir por abajo…
- ¿Se puede saber a dónde vas?
- A tomar el fresco, que es lo mío.
- Lo que tú digas.
Se quitó toda la ropa con la más absoluta naturalidad mientras permanecía sujetando la puerta, sorprendido por su aparente descaro. Me miró con una sombra de burla en los ojos y se escurrió entre las ropas. El día cumplía con su habitual itinerario afuera, entre las desoladas colinas surcadas por los leves rayos del sol.
La ciudad ofrecía su familiar contorno arriba de la cuesta, y la calle permanecía desierta. Quizás aquella sensación de fatalidad iba adueñándose poco a poco de todos, hasta el punto de que avanzar por el medio de una calle desierta no parecía tan peligroso como hacía apenas unas horas. Desde el cruce era fácil divisar las siluetas de la patrulla varada en la lejanía, al pie del coche disimulado con aquel color impersonal. El río desprendía una especie de atracción a la que uno no podía resistirse.
Pero vagar por aquellas orillas ya no producía los efectos esperados.

Detrás de los ecos cristalinos del agua había un estertor que nadie podía disimular. Todo era diferente, sucio, vulgar, y en el aire cabalgaba un mal augurio irremediable. Me recosté contra unos chopos y aproveché el calorcillo que enviaba el sol durante un buen rato, adormilado pero atento, sin encontrar la paz.
Ella dormía apaciblemente cuando regresé. Su confiada silueta, vuelta de espaldas, resultaba incluso extraña. Me serví un cierto número de vasos de vino exigidos por una ensoñación poblada de pesadillas. Ya dormido, un extraño itinerario de imágenes ocupó el extraño espacio de los sueños. Rostros llorosos de expresión inocente, o taciturnos, los de Luis y aquella mujer que fuera mi madre, tan lejanos y tan próximos.
La actitud desafiante de Herminio, erguido tras las columnas de madera poco antes de que una bala lo encontrara, o la de aquella Merche que veía lo que ocurría a sus espaldas, y luego un rosario de rostros, caminos, ruidos lejanos que siempre acompañaban a una amenaza. Hasta llegar a la piel blanca de aquella Lola que sabía cuál era la única verdad.
Volvía a duras penas del sopor cuando la ropa del catre rompió el silencio con un frufrú familiar, sin que su responsable diera aún señales de volver a la vida. Encendí el fuego después de inspeccionar someramente el exterior. Ella se desperezó y echó mano de las ropas que había dejado a los pies de la cama. Se enfundó la braga aún entre las ropas y luego una larga camiseta. Ya de pie encajó el resto de la indumentaria sobre el cuerpo menudo y se acercó a la chapa de la cocina frotando las manos. Reparé en la circunstancia de que no había comido aún.
- Tendrás hambre.
- Pues sí.
Saqué del envoltorio donde guardaba la comida un pedazo de membrillo que no había utilizado y me hice con otro vaso.

Mientras comenzaba a comer, extraje las piernas de debajo de la mesa y situé la silla de manera que pudiera hacer frente a la claridad exterior. Hacía ruiditos raros al beber y no era de la gente que come silenciosamente. Se expresaba. La leña crepitaba en el fuego cuando la dulce sensación de la compañía humana inundó sorpresivamente el espacio.
Nadie ha sabido aún medir lo que vale una simple compañía, si es que una compañía puede ser simple. Oí como pasaba el vino por su garganta e imité el gesto. Cuando vació el vaso suspiró casi ruidosamente y dejó oír su voz, ahora más profunda por efecto del sueño.
- Vives como un marqués.
- Cualquier marqués estaría en desacuerdo.
La propia voz tenía un tono extraño, como si los aguijones interiores no descansaran nunca y terminaran por afectar al más mínimo espacio. Pensé que la hospitalidad justificaba algunas preguntas, aunque esperar respuestas de aquella mujer quizás era hacerse demasiadas ilusiones.
- ¿Puedo saber por qué te has quedado?
- Te lo dije. Era hora de esconderse y no de echarse a la calle.
- No creo que a Venancio le haya parecido bien.
- Me ha parecido bien a mí.
Se hizo el silencio de nuevo, mientras ella se recostaba en la silla y se servía un vaso más. Se me ocurrió que quizás mi falta de información podría haber dibujado un panorama más sombrío de lo necesario.
- ¿Tenéis algún plan?
- ¿Algún plan?
Su voz sonó burlona y los labios se fueron distendiendo poco a poco en una mueca amarga.
- No hay nada que hacer. Nada. Que no sea hacerles pagar lo que nos espera… ¿Tienes tú alguno?
Fracasó la voz lamentablemente cuando el peso del remordimiento se presentó de forma sorpresiva y hubo de expresarse con dos corrientes de agua salada que rodaron mansamente por las mejillas. Ella llenó de nuevo su vaso y habló despacio, apaciblemente.
- De nada vale que te tortures. Esas cosas pasan. Lo único que tiene sentido es hacérselo pagar a los verdaderos culpables.
Ocupó el silencio de nuevo su espacio, mientras el vino hacía ruiditos breves al bajar por las gargantas y las lágrimas golpeaban de cuando en cuando la madera como si quisieran llamar la atención de alguien. La luz moría afuera y por las arandelas de la cocina se escapaban reflejos rojizos del fuego, enredándose curiosos en el techo.
Aquel planteamiento no solucionaba lo que no tenía solución, pero tenía la virtud de situarlo todo en un contexto nuevo en el cual el sacrificio tenía un sentido claro y ayudaba de alguna manera a aliviar la carga. Me pregunté cuál sería la suya sin atreverme a preguntarlo directamente.
- Podrías escapar. Esconderte.
- Algunos ya lo hacen. Viven en un cubil de un metro cuadrado y de noche salen a estirar las piernas. Eso no es para mí. Y no pienso rendirme, ni lo sueñes. Mira, amigo… a ti y a mí lo único que nos queda es llegar hasta el final bien derechos. Y pagar las deudas con intereses antes de irnos.
Los vasos se vaciaban con celeridad, como si en el oscuro líquido de la botella vivieran las respuestas que no podían encontrarse en otros lugares. Sus palabras abrían una puerta que no todo el mundo podía cruzar, pero hacía tiempo que habíamos roto amarras con el tenebroso mundo que nos rodeaba.

De repente el camino parecía menos negro e incluso conducía a alguna parte. Hasta la voz, cuando brotó, parecía diferente.
- Bien.
Bebió y contestó transcurrido un instante, con su voz apacible.
- Bien.
- ¿Cuándo?
- Aún no es el momento. Si no te importa que tome yo las decisiones.
- Bien.
La noche era completa cuando la botella vertió su última gota. Llenamos el tiempo de palabras que hablaban de aquella gente que un día había conocido, intercambiando información que no reveló nada que hiciera nacer más que la frustración de no poder remediar lo irremediable. Camilo y Merche estaban en el grupo de prisioneros que había visto llegar desde los ventanales de la capilla.
Habían comenzado a celebrar una especie de juicios que más bien parecían sesiones de teatro y que sólo servían para dar una apariencia de legitimidad a lo que en realidad era una persecución implacable que buscaba la pura eliminación física de toda resistencia.
El frío se hizo de nuevo presente cuando el fuego de la cocina comenzó a languidecer. Caminamos hacia el catre juntos, ella triste y callada, yo somnoliento y algo torpe por culpa de los efectos del vino. Nos desnudamos completamente como si nada de lo que habíamos aprendido en el pasado tuviera la más mínima importancia y encontramos en el contacto de la piel la mejor de las compañías.
Acaricié su cara y noté la humedad bajando por la piel silenciosamente.

Después me di la vuelta y encajé el trasero entre su vientre y sus piernas, notando el contacto de su brazo izquierdo alrededor del estómago asombrado del efecto que siempre tendrá un abrazo. Y vino el sueño.
La luz se colaba por las rendijas de las contraventanas cuando desperté al día siguiente y noté su ausencia entre las sábanas. Permanecía de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho y observando hacia afuera por la estrecha abertura. Volvió la vista cuando cambié de posición levantando rumores domésticos.
- Necesito asearme.
Recordé que no había bajado a la bodega y me disponía a ponerme en marcha cuando habló de nuevo.
- Y a ti tampoco te vendría mal.
- Entendido, doña…
Se extendió su leve sonrisa por el humilde y frío espacio mientras me incorporaba y echaba mano de la ropa para combatir un estremecimiento inevitable.
- Me llamo Inés
- Lito.
- Lo recordaba.
No se le debía escapar detalle. Sentí su presencia a mi espalda mientras retiraba las tablas que ocultaban el acceso a la bodega que había preparado para cuando las cosas se complicaran. Por la abertura de la puerta entraba la claridad justa y hubieron de pasar unos momentos antes de que los ojos se acostumbraran a la claridad.
Aspirando por un tubo de goma hice descender el agua del depósito hasta un garrafón que reservaba para aquel cometido. Su frialdad hirió los dientes un instante mientras ella inspeccionaba el oscuro agujero.

Instalé el tubo en la boca del garrafón y después de hacerle una señal descubrí la entrada del pasadizo.
- Conduce directamente al río y es mejor llevar una mecha, por culpa de las raíces.
Asintió sin hablar. El rumor del agua adquiría un tono más agudo al ascender por el tramo más estrecho del garrafón. Esperé a que subiera y se lo entregué desde abajo. La mañana iba entrando en nuestra vidas mientras acometíamos las pequeñas tareas necesarias. Las existencias comenzaban a escasear si bien parecían razonablemente suficientes para matar el hambre de momento.
El fuego crepitaba calentando el agua y aconsejaba permanecer cerca de la cocina para combatir el gélido ambiente de la pieza. Un trozo de pan duro convenientemente humedecido y dos escuetas raciones de membrillo y queso fueron despachadas con rapidez. Conforme el agua iba calentando una interrogación iba pintándose en el rostro de la mujer, que no parecía de las que aplazaban las preguntas por timidez.
- Tendré que pedirte algo de intimidad.
Por toda respuesta bajé de nuevo a la bodega y me hice con una larga vara que recordaba haber visto. Colocada en una esquina en un par de apoyos improvisados sobre algún vacío de la pared sirvió de apoyo a una vieja sábana que guardaba de muda para la cama.
Pregunté con la mirada cuando ya ella transportaba la tina con el agua caliente sin molestarse en responder. Acerqué una silla, el jabón y la esponja que utilizaba con menos frecuencia de la aconsejable y comencé una escueta conversación.
- He estado pensando que necesitarás otra ropa.
- Vendría bien. Y estas botas no son lo mejor para ir por la calle.

Sus pies eran de un tamaño razonablemente grande y no había manera de saber con precisión el número que habría utilizado en su tiempo la mujer de Damián. No quedaba más que probar y esperar la suerte.
- De acuerdo. Vengo en un momento y de paso tienes tiempo para asearte con comodidad. Ah… una toalla.
Rescaté la única toalla de reserva y se la entregué antes de examinar el exterior y salir procurando no hacer ruidos. El frío había tomado una forma de bruma blanquecina que el sol no se atrevía aún a combatir. Desde lo alto de la cuesta, la calle se revelaba desolada y envuelta en la niebla matinal.
A punto de llegar a la puerta de Damián, salió al exterior uno de los vecinos, con una pequeña azada y un cesto de mimbre, obligándome a seguir camino. En cuando giró en el cruce próximo volví hacia atrás y con la llave que había guardado entré en la casa vacía. La puerta de la que había sido su habitación liberó un pequeño gemido. Al fondo, frente a la cama, estaba el armario donde guardaba la ropa. Tres o cuatro bolitas de alcanfor liberaban un aroma extraño.
Examiné las ropas de la mujer y escogí la que me pareció más adecuada. En el cajón inferior quedaban algunas piezas de ropa interior cuyo aspecto anticuado no debía constituir ningún problema. Un par de zapatos de charol y tacón ancho y bajo fueron a parar a la bolsa que me había procurado para transportarlo todo. La bruma ascendía fantasmagóricamente cuando la calle me recibió de nuevo con un ambiente de frío y abandono.
Descubrí una expresión risueña en la mujer de regreso al refugio como si el asearse le hubiera cambiado el humor. Le sentaba francamente bien. No puso muchos reparos con la ropa, que resultaba en general discreta.

Asomó una mueca de asombro cuando los zapatos encajaron en sus pies como si hubieran sido propios de toda la vida.
- ¡Vaya!... con los pies que tengo.
Recordé algunos comentarios de Damián sobre su mujer, de la que decía que era alta como una vara.
- Bien. De momento hay suerte.
Los restos de calor de la cocina combatían el frío acumulado en la piel cuando pareció atrancarse con una pregunta.
- Oye, ¿y aquí dónde…?
Debió asomar a mi expresión una mueca confusa que no contribuyó a ayudar. Entonces comenzó a hacer círculos sobre el vientre con una mano, sin mirarme.
- ¡Ah! Ya… Aprovecharemos el viaje para que veas el pasadizo.
Desde la bodega descendimos al estrecho pasaje ayudándonos con la luz exigua de la mecha. Dejé que fuera delante para que se familiarizara con el espacio húmedo e intimidador. Al llegar al matorral que ocultaba la entrada sus movimientos se hicieron más lentos hasta que con cautela salimos al exterior. Una pequeña explicación parecía necesaria.
- En general sólo lo uso cuando las cosas van mal. Pero se puede llegar por uno de los senderos que bajan de la casa. Sólo tienes que seguir el rumor del río. Y en cuanto a… por allí.
Siguiendo el curso del rio llegamos a un rincón completamente cubierto de matorral. Por la parte posterior había preparado un mínimo acceso a base de cuchillo y paciencia, para satisfacer las necesidades básicas del cuerpo. El río formaba allí un pequeño meandro donde se acumulaba la arena, facilitando la ocultación de cualquier tipo de rastro.
- Te espero más allá.
Con el cuello subido y las manos en los bolsillos de la chaqueta me recibieron los primeros rayos del sol de la mañana.

La niebla ascendía aquí y descendía allá en un juego inocente cuando llegó el rumor de sus pasos. Paseaba la vista por los alrededores, con los brazos acompañando el paso. Con cierta timidez hice una pregunta necesaria.
- ¿Has borrado bien el rastro?
Le asomó una sonrisa que me obligó a levantar la mano pidiendo disculpas. El rumor del río llegaba constante y pacífico mientras ella contemplaba cuanto tenía ante los ojos cruzando los brazos sobre el pecho. Se detuvo curiosa ante el matorral de la entrada y de nuevo nos introducimos en la oscuridad del pasaje. Cuando llegamos de nuevo al refugio la cocina conservaba aún cierto calor. Puse en la boca la primera urgencia.
- Bien. Necesitamos provisiones.
- Hay algo más urgente.
Mantuvo la mirada con un gesto de burla mientras me preguntaba a qué podía referirse.
- Un perro sin nariz seguiría perfectamente tu rastro. Aún queda agua.
Azorado, murmuré una disculpa que no llegó a ser inteligible. El agua que no había utilizado estaba todavía tibia. Ya tras la sábana, me desvestí rápidamente y aclaré la esponja en un pequeño recipiente de zinc. Oí su voz con un deje de timidez.
- Oye, no te ofendas, pero entrar así en una tienda es casi delatarse.
- No me ofendo.
Me salió un tono algo desabrido que desmentía rotundamente la declaración. Soltó una risita y siguió hablando.
- Vamos… Es mejor. Haremos tiempo para que se vayan las compradoras habituales y me compondré con más tranquilidad. Y por la noche tendrás un olor más agradable y… quien sabe.
Casi me sobresaltó. Se pararon los músculos como si la tarea ya no tuviera sentido y luego volvió su risita a llenar el espacio. Solté lo primero que se me vino a la boca.
- Eres una descarada
- No sabes hasta qué punto.
Es extraño en qué dramáticas condiciones puede brotar una sonrisa. Cuando todo lo que nos rodea se vuelve oscuro y sombrío aún queda sitio para algo tan humano como una sonrisa. Había olvidado la toalla.
- ¿Has puesto la toalla a secar? Creo que no tenemos otra.
- Está un poco húmeda pero servirá.
Se acercó a la barra que protegía la chapa de la cocina y produjo un leve ruido cuando apartó la sábana y depositó la toalla sobre mis hombros desnudos. Transcurrieron unos instantes en los que no fui capaz de reunir el valor necesario para hacer el menor movimiento. Luego el ruido se repitió y la sábana que hacía las veces de cortina volvió a su posición original. Nació de nuevo su risilla pícara y luego una declaración que nos devolvió a la tarea.
- Vamos, no te entretengas.
- Tendrás que alcanzarme ropa interior limpia. Hay un paquete debajo de la cama.
- Amigo… eres un consumado conquistador.
Esta vez la sábana siguió en su sitio cuando la ropa aterrizó sobre la vara que permitía aquella mínima intimidad. Su silueta tenía un algo de irreal cuando aparté la sábana-cortina. Se miraba y se remiraba repasando con las manos el vestido y la camisa de aquella que había sido la mujer de Damián. Parecía haber adoptado una nueva personalidad, menos concentrada y más risueña.
- ¿Cómo me ves?
Súbitamente sentí que no podía decir lo que pensaba, pero algo brilló en su mirada, como si lo adivinara.
- Me encanta el olor a jabón, Lito.
Parecía disfrutar con mi azoramiento. De repente noté que aquella mujer veía mucho más allá de lo aparente y se me ocurrió que quizás aquella capacidad era común a todas las mujeres, aún a aquellas que no la demostraban abiertamente. Estaba guapa. Se me ocurrió que su pregunta anterior disculpaba una observación más atenta.
- Déjame verte.
Comenzó a girar lentamente con los brazos abiertos, mirando hacia atrás con una expresión divertida y luego preguntó con la mirada.
- Estás muy guapa. Algo antigua, quizás, pero guapa.
- ¿Guapa?
- Sí. Guapa.
Mantuve la mirada cuando sus ojos se pararon en los míos, ya más serios. Bajó los brazos e hizo una breve y llamativa declaración.
- Quién sabe lo que nos queda por vivir… Lito.
Las cosas más importantes que se dicen no suelen depender de las palabras, sino de las mil cosas que las palabras llevan alrededor. Del gesto de las manos, del baile de los ojos, de la sonrisa que se abre apenas y descansa después sin llegar a manifestarse. Se puso en marcha dando la escena por finalizada. Antes de internarnos de nuevo por el pasadizo hice que se quitara el chaquetón para evitar que se manchara.
La mañana había avanzado con su paso cansino y el frío era ya menos rotundo. Desde uno de los muchos cruces observé a un par de tipos apostados frente a una de las tiendas que había visitado en el pasado.

Su indumentaria recordaba algo deliberadamente preparado para la ocasión. Seguimos camino cogidos del brazo como una pareja cualquiera que resuelve los pequeños problemas de la vida diaria. Se levantaron unas voces abruptas al final de la calle. Apareció una mujer, con una bolsa de tela colgando desmañadamente de la mano derecha y el pelo rapado hasta el extremo.
Detrás de ella tres tipos con pistola al cinto, uno de los cuales hacía ondear en el aire una pañoleta de tonos azulados.
- Ven que te la devuelvo, mujer, no vayas tan deprisa.
La mujer apretó el paso y las risas de los hombres arreciaron. Giramos en el cruce siguiente y desembocamos en una calle más ancha con más tránsito de personas. De algunas casas salía olor a comida recién preparada. De cuando en cuando cruzaba algún coche negro ocupado por algunos personajes de traje y gafas oscuras. Noté como el brazo de Inés se ponía en tensión sobre el mío. No dijo nada.
Caminamos largo rato por escenarios cambiantes, examinando cuidadosamente todo lo que pudiera salirse de lo habitual. Asomó un hombre maduro, rechoncho y vivaracho, a recoger las cajas que algún repartidor acababa de dejarle en el suelo. La tienda estaba vacía, protegida del sol por una lona de tono verde, francamente polvorienta. Introduje en el bolsillo de mi acompañante un par de billetes y vigilé sus pasos desde una esquina.
Olía a judías frescas, cocidas. En cuanto la vi juzgué muy poco discreto el paquetón que cargaba. Nos dimos prisa. Llegados a un cierto punto, seguí una indicación de la mujer y nos desviamos hasta recalar en una placita con plátanos jóvenes, seca y polvorienta. Llamó a una puerta pintada de verde y al poco le franquearon la entrada. No tardó más de unos minutos en salir, evitando circular por el medio de la plaza.

No hice preguntas. Al cabo de una media hora estábamos de nuevo en la casa.
El sol del mediodía había caldeado razonablemente el ambiente. Inés se quitó el chaquetón y lo contempló largo rato dándole vueltas y vueltas delicamente, como si temiera hacerle daño. Me sorprendió la presencia de los fideos en el paquete y después me sorprendió más el hecho de no haber pensado en ellos en todo aquel tiempo. Olía a carne fresca de vaca, pero no había carne. La explicación era un hueso de buen tamaño partido por la mitad. Patatas, una pequeña coliflor, un buen trozo de pan de hogaza... Un regalo.
Encendí el fuego disponiendo algo de agua en un recipiente limpio y en cuanto el vapor comenzó a fugarse por debajo de tapa, añadí los fideos y el hueso. Ella depositó el chaquetón en el respaldo de la silla y observó el exterior por las rendijas de las contraventanas. Escuché los ruidillos típicos del cristal cuando se hizo con un par de vasos que depositó en la mesa junto con la botella de vino.
- ¿Te pongo vino?
- Sí.
- Habría que lavar los platos.
- Hay que subir más agua, ¿puedes? Avísame para cogerla desde aquí.
Nos miramos un instante cuando reprendí con la mirada el ruido que el lavado de la loza producía. En el humilde espacio había brotado el extraño encanto de las insignificantes cosas domésticas, el olor de la leña, el murmullo cálido del agua hirviendo, el vapor caldeando la atmósfera...
Al cabo de unos momentos dábamos cuento de la sopa caliente con la sensación de quien descubre un tesoro, callados y reconfortados por las cosas pequeñas de la vida.
Después queso y membrillo y de poco en poco el vino que alegraba aún más el paso de los alimentos. Noté que cavilaba largamente, apenas acabamos con el modesto ágape. Se recostó en la silla, alargó el vaso para remediar aquel vacío, y por fin habló.
- Bien, querías saber cuando...
Aquello no precisaba de respuestas, así que dejé que retomara tranquilamente el hilo.
- No parece que vayamos a interrumpir nada precisamente. Y dudo que podamos hacerlo ya en el futuro. Esto... se acaba.
Ninguno de los dos pareció excesivamente afectado por el dramatismo de la frase. Pero el silencio se hizo más denso y duradero mientras el vino bajaba por la garganta dejando un regalo efímero pero agradable.
- Lito... no quiero que pienses que dudo de tu capacidad, pero... quisiera saber si estás verdaderamente dispuesto.
Le daba vueltas al vaso de vino entre los dedos, sin nerviosismo, como si quisiera facilitar un momento de reflexión.
- No veo más que un camino. En realidad hace tiempo que no queda nada ya que conservar.
- Quedamos nosotros, mientras podamos. Es todo cuanto tenemos, pero habrá un final y vendrá pronto. Sólo hay una manera de hacerlo y es dejar lo que nos ata a la vida aquí y ahora. Todos los minutos de aquí en adelante serán un regalo inesperado, eso es lo que hay que entender. Sólo se trata de aceptarlo.
Asentí sin hablar. Se nos prendieron las miradas y así permanecimos mucho tiempo, anclados en algunos recuerdos compartidos y otros que eran sólo de cada uno. Nadie sabría decir cuando una mano fue al encuentro de la otra y la recorrió lenta y levemente, hasta que ya las dos se exploraron curiosas.

Bebimos el sorbo que quedaba en los vasos y nos levantamos recorriendo abrazados la distancia que nos separaba del catre para entregarnos los cuerpos el resto de la tarde. Nos amamos como sólo pueden hacerlo dos que saben que tienen un tiempo limitado.
 





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