miércoles, 25 de agosto de 2010

Cap. II


N
o me gustaba ser protagonista. Quizás mi carácter no daba para tanto. Me sentía a gusto con mi forma de ser, más bien introvertida, y no necesitaba ser centro de atención ni mucho menos. Pero defendía lo mío cuando era necesario, y el hecho de hacerlo junto con los demás me parecía lógico. Los sindicatos se habían establecido tiempo atrás en Asturias, y propagaban sus mensajes por la zona a trancas y barrancas. La unión hace la fuerza. No se cansaban de repetirlo. Era sencillo de entender, pero curiosamente pocos lo entendían.
Había tenido algún incidente con aquella gente. A veces decretaban huelgas por razones puramente políticas que yo no comprendía muy bien. Me paraba uno de aquellos piquetes y me explicaban que no se podía trabajar. Y yo les explicaba que si no trabajaba no comía, y de ahí no había quien nos sacara. Me cabreaba el hecho de ver entre ellos a algún señorito bien situado que conocía. Al final se aburrían y me dejaban pasar después de prometerles que me iba para casa. Sabían que no era verdad.
Con frecuencia me paraba después otro grupo, más adelante. Estos eran de otro signo y no admitían gente "dudosa". El problema era que su jefe, un asturiano grande como un chopo, de nombre Camilo, estaba empeñado en ganarme para "la causa" y yo no estaba por la labor. Aquellos incidentes eran frecuentes hasta el punto de que terminé por conocer relativamente bien a unos y otros y de las discusiones en la carretera se pasaba con facilidad a las invitaciones en la cantina. En el pueblo terminaron por etiquetarme de "rojo" por culpa de aquellos contactos que yo jamás había buscado.

Terminé la jornada muy cansado. De vuelta a casa pasé de nuevo a ver a la abuela. Estaba de charla con un vecino en la cocina, al amor de la lumbre. Le recogí un poco de leña para que no le faltara calor y me despedí. Al salir vi al Nicanor con otros dos mirando para la finca. Aquel tipo no miraba nunca derecho. Se reía como los perros, con una especie de amargura crónica y los pocos amigos que se le conocían tenían todo que ver con los negocios. Su familia había reclamado alguna vez parte de la finca de la abuela, alegando un supuesto parentesco que ella siempre negaba entre risas. Echaron a andar en cuanto notaron que me fijaba en su presencia.
A punto de salir hacia Vega vi pasar el jeep con los uniformados. Llevaban a alguien con ellos, con las manos a la espalda y el pelo revuelto y no se daban ninguna prisa. Creí reconocer al maestro de Trabaledo. Las cosas empezaban a estar claras. La gente propagaba rumores de todas clases en una ceremonia de confusión que hacía todo aún más incomprensible. Cuando llegué me paró un grupo de hombres con gesto preocupado. Me preguntaron si había observado algo anormal. A mi todo empezaba a parecérmelo y la gente del jeep no parecía tener dudas sobre qué hacer. Se lo comenté. Por la cara que pusieron deduje que no querían creerlo. Eso era lo que le pasaba a la mayoría, en realidad. Dejé el camión frente a la tienda, entregué el dinero cobrado y comenté con Herminio algún detalle sobre la tarea del día siguiente. Saqué la moto de debajo del cobertizo y eché camino hacia casa. Al doblar la esquina vi a alguna gente del grupo de Camilo y me paré. Observé caras de preocupación en algunos casos y de un miedo incipiente en otros. Alguna de aquellas personas había dado la cara en más de una ocasión.

Debían ser de los pocos que se estaban tomando las cosas en serio y no les faltaban razones. Había carteles en las paredes llamando a una reunión en la escuela a la que acudía todo el mundo con la esperanza de conseguir alguna información fidedigna.
Entré en el humilde local y me arrimé a la pared para dejar que se sentara la gente más mayor. La vista reparó en algunas caras recorridas por surcos profundos. Toda una vida de trabajo para llegar a aquello... Algunas mujeres no podían disimular su nerviosismo y golpeaban las maderas del suelo con la punta del zapato en un gesto involuntario. Otras inclinaban el cuerpo hacia adelante y luego hacia atrás en una especie de baile imparable. Los pocos críos presentes guardaban silencio adivinando algo extraordinario.
Entró Camilo y se hizo el silencio. Le acompañaba un hombre más joven de cabellera abundante y barba descuidada. Observé que llevaba una pequeña banderita roja y negra en el pecho, lo cual me pareció harto temerario por su parte. Lo presentó sin muchas formalidades. Este es Venancio. Después se sentó, se quitó la sempiterna boina negra y empezó a hablar. Noté que intentaba dar ánimos a la gente pero no parecía muy convencido. El panorama que pintó no daba para muchas alegrías. Todo se reducía a un problema. La autoridad legal parecía tener más miedo a la gente que estaba dispuesta a defender el orden institucional que a los sublevados. Se habían solicitado armas para la población pero en muy pocos sitios se atendía la petición.
Lo que siguió fue un debate más o menos caótico donde se imponía la postura de quienes consideraban que aquello sería una intentona más que no tenía muchas posibilidades de triunfar. Hubo quien se atrevió a decir que el progreso no tenía vuelta atrás.
El acompañante de Camilo meneaba la cabeza con cierta tristeza cuando oía estas cosas, pero no hablaba. A mí tampoco que gustaba hablar mucho y menos en público, pero pensé que la cosa tenía importancia y comenté lo que había visto. Añadí que para hacer algo así había que contar con algo más que bravatas y me callé.
Entonces el tal Venancio, se levantó, descendió de la pequeña tarima sobre la que se asentaba la mesa y acomodó el trasero sobre una de las mesas de los chavales. Tenía la voz grave y hablaba lentamente, como pensando bien lo que decía. Y dijo poco, pero muy claramente. Su teoría era que aunque aquello no tuviera futuro, el darles alguna posibilidad era un suicidio. Pero también dejó claro que antes de hacer nada había que tener el convencimiento de que era necesario hacerlo. Y luego miró a la concurrencia con un aire triste y yo supe que no confiaba mucho en el nuestro.
Quedó claro que no le gustaba pasar el rato en debates. Y de hecho no permaneció mucho tiempo más. El optimista que había hablado antes que él insistió en lucir su verbo fácil. Estaba convencido de que era imposible que aquello llegara a nada y se llenó la boca con citas y buenas intenciones. Luego tuvo a bien invocar al paraguas protector de la Europa moderna y se quedó tan fresco. La mayoría de la gente no conocía mucho más que las viñas y el trabajo diario, cuando lo había. Pero sabían bien lo que significaba tomar partido en un conflicto. Y la cosa quedó en un debate poco menos que inútil. Cuando salíamos miré a la cara de Camilo. Permanecía sentado y miraba como si hubiera perdido algo valioso. Ya afuera, el tal Venancio me hizo una señal. No debía llegar a la treintena pero miraba como un viejo.
- ¿Te fijaste bien en la gente del jeep?
- Eso creo.
- ¿Era alguien de la zona?
- No conocí a nadie.
- ¿Algún armamento pesado?
- No lo vi.
- No penséis ni por un momento que os van a dejar en paz.
No supe qué decirle. Levantó la vista cuando vio acercarse a Camilo. El asturiano le palmeó el hombro pero no se entretuvo. Los dos se dirigieron hacia el pequeño camión que les esperaba y no miraron atrás. Volví a pasar por casa de la abuela antes de emprender el camino a casa. Estaba sola, preparando alguna verdura para el caldo. Me senté a su lado en una de aquellas sillas con las patas cortadas que le había preparado. Era tan pequeña de estatura como alta de carácter. Como esperaba, preguntó qué había pasado en la escuela.
Era una mujer con unos pocos principios inamovibles que aplicada igual al cuidado de los hijos que a la interpretación más profunda de la vida. Había nacido en una aldea perdida entre los montes de Valdeorras. Jamás la había oído hablar en castellano. Me aconsejó que no me fiara para nada de "todos eses xílgaros". Y sentenció: "O mundo non se arranxa con trinos". Después de poner la pota en la lumbre, me aseguré que tenía lo suficiente para no pasar frío y me despedí con un beso breve.
Casi anochecía cuando llegué a la aldea. Todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Los perros ladraban nerviosos. Dejé la moto a cubierto bajo el cobertizo y entré en casa. Había un montón de leña en un rincón de la cocina esperando un poco de orden. Quedó la chaqueta oscilando en la percha, como un péndulo con fecha de caducidad, justo enfrente a la de mi padre y los zapatos en aquel minúsculo hueco que guardaba el calor de la leña que ardía entre los hierros casi candentes. Enfundadas las zapatillas y el viejo jersey de lana, eché un vistazo al patio trasero. No fui capaz de ver mucho, pero por el ruido adiviné la piedra de afilar sobre el filo de la guadaña.

2 comentarios:

  1. cuando me acuerdo , entro a leer un nuevo capitulo,¿es la biografía de alguien ? soy Marga , moderada de netlog

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  2. A veces, el miedo se establece silenciosamente, como si del manto de la noche se tratase. No es nada concreto y es todo al mismo tiempo.

    Desde luego sabes cómo crear la atmósfera justa y concisa para ir adentrándonos en la historia.

    Bicos.

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