lunes, 23 de agosto de 2010

Cap. IV


A
quellos malditos jeeps empezaban a pulular por todas partes. Estaba a punto de entrar en San Miguel cuando uno de ellos se me atravesó en el camino. Bajó un tipo sobrealimentado y empezó a dar vueltas al camión mientras el que conducía me miraba con la mano en la funda del pistolón. Tenía una expresión que hacía dudar de su inteligencia por mucho que intentara asustar a nadie. El gordo se paró ante la puerta del coche indicándome que bajara la ventanilla.
– ¿A dónde vas?
– A trabajar
– Te he preguntado a dónde, listo.
Decididamente tenía cara de puerco y seguramente su misma inteligencia. Me pregunté si convenía hacérselo saber y pensé que no era el momento. Señalé con el dedo las primeras casas del pueblo pensando si sería capaz de entenderlo. Seguía mirándome fijamente. Como su cara no tenía nada de interesante enfilé la mirada hacia su compañero. Era difícil saber cuál de los dos era más desagradable. Volvía a dar vueltas alrededor del camión sin dejar de mirarme. Al poco volvió a aparecer por el mismo sitio.
– ¿Qué llevas ahí atrás?
– ¿Quién lo pregunta?
Se le puso cara de estúpido, por difícil que pudiera parecer. Entonces apareció el mocetón de las gafas negras.
– ¿Va todo bien, Hernández?
– No colabora, capitán.
– ¿Cómo?
Era a mí a quien preguntaba. Se había colocado una expresión divertida pero no le quedaba nada bien. Decidí correr un pequeño riesgo.
– No sé con quién hablo.
Asintió con un gesto burlón mientras examinaba el camión de arriba a abajo. Otro que se ponía a dar vueltas. Completada la gira alrededor de la chatarra, se detuvo ante el gordinflón y le habló con gesto teatral.
– Te he dicho que debes identificarte, Hernández. ¿Es que tienes vergüenza de hacer lo que haces?
La última parte de la frase la pronunció elevando la voz sin mucha sutileza. Pensé que me gritaba a mí, pero fue Hernández el que se cuadró y se quedó inmóvil. Luego me interpeló de nuevo.
– Soy el capitán Céspedes, de la cuarta de infantería de montaña. Déjeme ver su documentación.
Le entregué mis documentos mientras observaba al del jeep rascarse la entrepierna. Los repasó por delante y por detrás y me los devolvió sin más.
– Continúe, don Manuel.
– Lito para los amigos.
– Me gusta más Manuel. Nos iremos viendo.
Volvieron los papeles a su lugar habitual mientras esperaba a que el del jeep dejara de rascarse. Debí poner cara de impaciencia porque el tal Céspedes miró hacia el mismo sitio.
– Joder, Hernández, ¿de dónde has sacado a ese?
"Ese" se espabiló en cuanto vio que el de la camisa azul le miraba más de lo que juzgaba recomendable y retiró el coche del camino con cierta precipitación. La entrada en el pueblo me despertó una sensación de alerta que iba a durar mucho tiempo. Allí estaban el dueño de la fábrica y el cura. En medio de la plaza, con las manos a la espalda y una sonrisa condescendiente iluminando el semblante. Y las ventanas cerradas a cal y canto. Empezaba a ser una costumbre.
Había que entrar en la tienda de comestibles a dejar un par de garrafones de vino y ver si necesitaban algo más. Saludé al viejo un poco sorprendido de no ver allí a Lola. Contestó con un monosílabo que no entendí. Parecía disgustado.
– ¿Y Lola?
– A saber dónde se habrá metido.
Había cierta timidez en la respuesta y aquel hombre tenía poco de tímido. Pagó la mercancía e inició la retirada precipitadamente. Algo iba mal.
– ¿Va todo bien?
Se detuvo y se apoyó en las estanterías con un gesto de cansancio. Luego buscó con la vista la silla que Lola solía ocupar, se sentó y suspiró profundamente. Me acerqué más y le interrogué con la mirada.
– No sé donde está.
– ¿Ha ocurrido algo?
Suspiró de nuevo y luego arrancó a hablar como quien se quita una espina hundida profundamente en algún lugar sensible.
- Se la llevaron ayer por la tarde al despacho de la fábrica. El día anterior se llevaron a su hermano y nadie sabe nada de él.
– ¿Y ella no ha vuelto?
– Se habrá quedado en casa.
Aquella frase no explicaba su intranquilidad. Nadie sabía la historia completa, pero era de dominio público que el tal Adolfo, el dueño de la fábrica, perseguía a la mujer desde hacía tiempo. Y su hermano era de los que también daban la cara. Me propuse averiguar algo más de mejor fuente. Algo me dijo que el hombre se sintió aliviado cuando dejé de hacer preguntas y me despedí.


Terminada la jornada y mientas echaba las cuentas con Herminio, vi asomar al Cuco por los cristales sucios de la ventana. Al salir se me pegó a los pantalones. Extraje del bolsillo lo que me quedaba del paquete de galletas con el que venía engañando al estómago y se lo entregué. Curioseó entre los vivos colores del envoltorio y luego habló con aquella voz gangosa de pillo incorregible.
– Están en el molino del Braulio.
Así que vienen para quedarse, pensé. No habían escogido el mejor sitio. A aquel arroyo se le hinchaban las narices de cuando en vez, como bien sabía el Braulio, que ya no paraba mucho por allí. Me entretuve con un par de viejos conocidos antes de volver para casa y pregunté por Lola y por su hermano. Nadie sabía nada de él, y ella no salía de casa.






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1 comentario:

  1. Aquí me tienes deambulando por el pueblo de la mano de tu protagonista. Continuaremos la ronda.

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