jueves, 29 de julio de 2010

Cap. XXIX


L
as primeras acciones tuvieron lugar corriendo los últimos días del mes de octubre. El objetivo resultó ser el antiguo jefe de Lola, cuyo nombre no conocí jamás. El tipo había medrado como nadie en poco tiempo al amparo del jefe de la fábrica y merced a la red de socios comerciales que éste le había procurado.
La historia circulaba de boca en boca y, si bien nadie aportaba datos concretos, era lo suficientemente frecuente como para creérsela sin mayores problemas. La información afirmaba que él fuera el responsable de la entrega de aquella mujer de piel blanca al industrial, empecinado en conseguirla por las buenas o por las malas. Nuestro informante había conseguido detalles definitivos de una de las personas del servicio del importante, que resultó ser una antigua amiga de Lola.
El personaje acudía al barbero con regularidad, seguramente preocupado por su imagen, y a hora tardía. En cuanto me vio al bajar por aquellos escalones supo lo que iba a ocurrir. Se la aflojaron las piernas y quedó sentado en una postura absurda sobre las frías piedras, esperando el momento final. Dejé que esperara tanto como había medrado.
Poco después se produjo una violenta incursión de un grupo numeroso de falangistas en Sotelo, cuyo objetivo fue la familia de un supuesto guerrillero a quien nadie supo identificar en la zona. Se ensañaron especialmente con las mujeres, hasta el punto de que algunos hombres se atrevieron a plantar cara en los tiempos que corrían. Las víctimas llegaron a la media docena y el nombre del que mandaba la partida, un tal Ovidio, corrió enseguida de boca en boca.
El tipo se presentó un día en Ponferrada buscando notoriedad y fortuna y terminó por hacerse más popular de lo que le convenía.
Murió del dolor de tripa que le provocaron un par de disparos a quemarropa cuando salía de una esquina a la que se había acercado a aliviar la vejiga. Me asombró la frialdad de Inés en aquel lance. Le duró la sonrisa largo tiempo.
A partir de aquel momento las cosas se complicaron al generalizarse las patrullas. Paradójicamente aquello nos sirvió de ayuda. Si pululaban por todas partes tenían que haber salido de algún sitio. La respuesta era simple. Vencida prácticamente la resistencia, las ciudades resultaban más cómodas. Inés conocía montones de escondites utilizados por su columna, la mayoría con razonables comodidades.
Nos establecimos en las proximidades de los dos núcleos de población más importantes, Ponferrada y Villafranca, alternando el campo y las calles a la hora de desaparecer y según aconsejaban las circunstancias. Nuestro contacto proporcionaba información precisa y sorprendentemente abundante. Sentí curiosidad por aquel hombre, pero ni se me ocurrió preguntar. Ella llevaba la inteligencia y todo parecía funcionar bien bajo su autoridad.
Después de cada golpe permanecíamos agazapados durante días, combatiendo el hambre y el aburrimiento con una actividad sexual frenética. De repente nos descubrimos viviéndolo todo con una intensidad desconocida, el peligro y el amor. De hecho, nuestras personalidades cambiaron al calor de aquella suerte de corriente de vida tan imparable como el peligro que la amenazaba a cada momento.
Las semanas fueron pasando, siempre rápidamente, entre algún sobresalto y acciones de cierto calado como la quema de un juzgado en Ponferrada que desató la furia de la autoridad, cansada ya de aquel constante picoteo del insecto acomodado entre los muebles del nuevo régimen.
Saboteábamos el telégrafo a la menor oportunidad, a veces entre las carcajadas que nos provocaba imaginar la cara de quienes tuvieran que reparar la torturada línea. En el camino que unía Villafranca con Trabadelo, una noche oscura como la boca del lobo, mandamos a uno de aquellos lúgubres coches negros al fondo de una barranco aprovechando la falta de iluminación. Detrás circulaba un camión lleno de gente armada que nos lo puso difícil.
Durante dos días nos escondimos entre los pinares, durmiendo bajo los salientes rocosos sin más calor que el de los cuerpos. Ni siquiera entonces dejamos de disfrutar de las caricias. Al tercer día, Inés casi gritó al reconocer los perfiles familiares de uno de los muchos agujeros que había frecuentado en el pasado reciente.
El hambre mordía como nunca cuando entré por primera vez en una casa de un lugar absolutamente desconocido para hacerme con dos chorizos y un buen pedazo de pan que un matrimonio ya entrado en años había abandonado sobre la mesa mientras socorrían a las gallinas del ataque de un gato asilvestrado cuya osadía reverencié un día entero. De vuelta al refugio y después de devorar el alimento, nos alimentamos de la piel del otro hasta caer rendidos y el sueño nos bendijo una noche más.
Caminábamos por las proximidades de Villafranca un par de días más tarde cuando una enorme explosión elevó en el horizonte una columna de humo que cambiaba de tonalidad conforme ascendía a las alturas, extendiendo finalmente un enorme hongo negro sobre el perfil afilado de los montes. Aquello sólo podía ser un sabotaje. Nos alegró saber que no éramos los últimos resistentes, pero la cosa tenía el enorme inconveniente de que iba a poner a andar a cuanto faccioso hubiera en el entorno.
Paramos los pasos mientras la enorme nube ascendía más y más hasta estabilizarse y comenzar a deslizarse en la dirección del viento. Un buen golpe. Súbitamente advertí que Inés no hablaba mucho últimamente y su expresión parecía recobrar, poco a poco, la tristeza que lo caracterizaba desde el principio. Seguía sentada sobre un tronco abatido por el viento o la edad, con la mirada fija sobre la enorme masa de humo que comenzaba a desplazarse lentamente hacia el este. Tuve la extraña impresión de no recordar aquel sombrío tono de voz.
- Eso somos. Humo.
Protesté sin demasiada convicción, con el pensamiento casi aletargado por aquella sorprendente declaración.
- Pero hacemos cosas que el humo ni siquiera alcanza a sospechar.
- No sé qué hacemos, Lito. No lo sé.
Me sorprendió su expresión, nueva, nunca antes vista, más que sus palabras. La brisa levantaba protestas en la piel en el espacio verde mientras la luz subía al alto trono de los cielos, límpidos, azules como un mar en calma. Me levanté y acudí a una llamada silenciosa. Tomé su pelo entre los dedos y jugué con él mientras sus brazos me abarcaban la cintura y la cara se recostaba contra el vientre buscando algo que no sabía identificar. Una tristeza honda la envolvía.
- ¿Qué te pasa?
- Que no le encuentro sentido a tanta brutalidad, mi querido amigo.
Jamás había pronunciado una palabra que pudiera relacionarse mínimamente con lo que conocemos como amor. No me llamaba cariño, no decía amor mío ni nada por el estilo y aquella especie de pacto tácito había sido respetado por los dos con un extremado cuidado. Por más que las caricias o los ojos dijeran lo contrario.


Esperábamos el final y no había lugar para las esperanzas. Por qué entonces estas reflexiones ahora, me pregunté. Y en una centésima de segundo estuvo claro. De repente comprendí que aquella nube que se alzaba en el cielo era la pura negación de algo nuevo que se impone con la fuerza de las cosas que no pueden evitarse.
- ¿Estás...?
Abatió los párpados mirándome desde la altura de mi cintura, abrazada a mi cuerpo magro y acaso cansado de tanta lucha. Y lo expresó con su voz profunda y apacible.
- Embarazada.
Uno encuentra las cosas más increíbles en momentos extraños, lugares extraños, y situaciones donde lo extraño es justamente la norma, lo habitual. Se hizo necesario bajar hasta sus ojos, arrodillarse sobre la arcilla húmeda del invierno en ciernes y buscar en sus pupilas la luz que la vida niega tantas veces. Contemplar despacio las venitas azules de los párpados, las sombras verdes de los ojos, las pupilas negras, las cejas pobladas, las ventanas de la nariz, arrogantes, los labios cerrados en una línea que marcaba el asombro ante lo que no se puede prever, anticipar.
La mirada vencida ante lo que nos hace más humanos en el contexto más inhumano que uno se pueda imaginar. La esperanza nacida en medio de un cementerio. Nos miramos hasta el fondo del alma, hasta que las lágrimas acudieron en nuestro auxilio y continuamos llorando abrazados en medio del camino. Llorando reemprendimos la marcha, con algunos ecos mecánicos inundando los montes, anticipando el rumor ahora más despreciable de la máquina de guerra que se ponía de nuevo en marcha.


A media tarde llegamos a las inmediaciones de un lugar de aspecto familiar, rodeado de colinas de formas suaves y castaños centenarios. Los restos del enorme hongo se precipitaban ya dispersos hacia el naciente y en el aire flotaba una amenaza inminente.
Un incesante tableteo puso fin al descanso al día siguiente. Reposábamos sobre unos restos de paja seca y algunos cartones, en una cabaña de pastores, encajados el uno en el otro para combatir el frío atroz. Los ecos eran cada vez más frecuentes y más próximos. Inés tenía el cuerpo descompuesto aquella mañana, las ojeras instaladas alrededor de los ojos y una expresión que anunciaba una tormenta.
El lugar no era particularmente favorable para defenderse, de modo que salimos de allí con la marcha pausada pero constante de los malos días. Llegué mucho antes que ella al punto más alto de una elevación, intentando que la vista aclarara lo que los oídos no podían apreciar. El tableteo que nos había despertado era contestado de cuando en cuando por ecos más aislados y menos rotundos. Los valles transmitían a veces un rumor mecánico que solía corresponderse con la marcha de una columna motorizada.
El sol permanecía oculto en lo alto, tras jirones interminables de niebla que hacían penetrar el frío hasta los huesos. Inés se paró a vomitar al pie de un pino joven y me pregunté qué podría expulsar de aquel cuerpo exhausto. Subí a la carrera otra suave pendiente y entonces, tras las siluetas amigas de los pinos, apareció el rastro serpenteante de un camino que bordeaba los valles hasta el horizonte, completamente inundado por la columna militar.
Volví junto a la mujer, que recuperaba poco a poco el aliento apoyada inestablemente en una de aquellas cortezas ocres.


Su extrema palidez era como la confirmación de un presentimiento. Abracé su cintura y buscamos un lugar donde recuperarnos del esfuerzo mientras a nuestro alrededor los ecos de las armas se multiplicaban y el rumor incansable de los motores lo invadía todo. Brotó un rugido agudo en el cielo que no supe reconocer. Inés me arrastró enseguida bajo los árboles. El avión pasó rugiendo sobre las copas de los pinos abriendo un surco entre la niebla que se desplazaba perezosamente sobre el perfil suave y amoroso de los montes.
Estaban decididos a terminar con el problema. Apretados el uno contra el otro nos sentamos sobre las agujas verdes que habían caído de las alturas y dejamos las armas en el suelo para dedicarnos unas caricias leves y demoradas. Le volvía el color a la cara, poco a poco y la línea de los labios se iba suavizando. Vivimos de la piel largos minutos, hasta que de abajo llegaron unos gritos y el tableteo amenazador cada vez más próximo. Allí y entonces nos despedimos con una sonrisa amplia y un mar de amor en la mirada.
- Vamos a por ellos, mi buen amigo.
Respondí a su voz apacible con un beso largo y profundo que enredó nuestras lenguas con la furia de la primera vez. Y emprendimos camino.
- ¡Vamos!
Corrimos monte abajo ligeros como la niebla mientras los nuestros ascendían dubitativamente, incapaces ya de levantar las rodillas del suelo. Detrás de ellos brotaban uniformes como si nacieran de la misma tierra. Sentí un proyectil rozar la piel y me protegí instintivamente tras un grueso tronco.
La vi detenerse por efecto de una fuerza invisible, con el torso inclinado hacia el suelo. Apenas tuvo tiempo de incorporarse y su cuerpo fue proyectado hacia atrás con violencia hasta reposar en la tierra definitivamente.


Ví al tipo de la ametralladora, agazapado tras un peñasco y me lancé en su busca como un diablo enloquecido por el dolor. Algunos de los nuestros bajaban también directos hacia la marea enemiga gritando como poseídos de una fuerza maléfica. Aquello sembró de confusión las filas atacantes durante unos momentos. Ajusticié al tipejo sin compasión, liberando al animal que dentro de mí buscaba venganza.
Aún pude ver el rostro horrorizado de alguno de aquellos mequetrefes antes de que una serie de impactos secos y sucesivos detuviera mi carrera y una luz blanca creciera dentro, en algún lugar recóndito que nadie conocía. La niebla ascendía rápidamente ante mis ojos asombrados, entre los pinos verdes, componiendo los rasgos pálidos y queridos de aquella Lola que conocía la única verdad.
Contemplé su sonrisa feliz de bienvenida entre los árboles. Después vino la paz y un gran silencio.
 
 
FIN




O Barco de Valdeorras, Julio de 2010