miércoles, 4 de agosto de 2010

Cap. XXIII


A
l día siguiente comí con Damián. Estaba medio postrado por culpa de un dolor en la espalda, pero aún le quedaba algo del buen humor que a los demás se nos escapaba por miles de ocultas rendijas. Me pregunté de donde lo sacaría mientras saboreaba de buena gana un trozo de cecina, dura y oscura.
- Supongo que vas poco a misa.
Miró como se mira a un cuervo trajeado y disparó lo que le salía de la boca a borbotones.
- ¿Y qué cojones había de pintar allí?
- Me interesa saber qué dice el cura.
- Pues eres muy dueño.
Aquello terminó de ponerme de mal humor, pero tampoco era cosa de reprochárselo a quien me daba de comer. Una vieja silla me acogió, entregado al sueño, después de que él enfilara camino de la habitación, desde donde llegaron sus ronquidos francos y entrecortados. Sentí que me zarandeaban un cierto tiempo después. La luz de lo que quedaba de día se colaba mortecina por las ventanas. Damián rebuscaba en un cajón, despidiéndome sin contemplaciones una vez encontró lo que necesitaba.
- Tengo que salir, espabílate.
Salimos juntos. Todo el mundo observaba ya a todo el mundo, con razones o sin ellas. Sin saber muy bien por qué caminé a su lado por la pendiente abajo, sin alcanzar a interpretar sus miradas inquisitivas. Cuando llegamos al final de la cuesta, se paró y miró a lo lejos, en dirección a un estrecho cruce por donde circulaba más gente de la que era de esperar. Mujeres de negro con la cabeza tapada, casi siempre en grupos de dos.
- O mucho me equivoco o hay funeral. Creo que es tu oportunidad.
No esperó a conocer mi reacción. Puede que él se hubiera enfadado también. Comencé a contemplar la posibilidad de que mi presencia no le fuera precisamente confortable. En el cruce seguía el trajín de gente, lento pero continuo. Entre la necesidad de saber y la de escapar a posibles miradas inquisitivas, venció la primera, obedeciendo quizás al delicioso cosquilleo que hacía nacer la proximidad del peligro.
La puerta de la iglesia se fue agrandando a medida que la distancia moría. No tenía mucho que ver con las joyas románicas que abundaban por la zona. Apenas una amplia abertura cuadrangular enmarcada por algún sobrio ornamento de granito y dos puertas de madera que tampoco habían sido trabajadas con excesivo esmero.
Dentro olía intensamente a cera. Las tenues llamas titubeaban débilmente dando a las paredes un tono fantasmal, mientras las últimas luces del día ingresaban en el recinto por los ventanales altos creando contraluces que marcaban la escasa distancia entre el techo encalado y el piso de madera. No había más de cuarenta personas. El cura ejecutaba el ritual acostumbrado, con un soplo de voz.
En el primer banco, una mujer recostaba su cabeza en el hombro de un hombre alto y fuerte. A su lado, una pareja y un joven a punto de salir de la pubertad. Todo transcurría en una calma absoluta. En un determinado momento, la puerta de entrada crujió lúgubremente y entró otro grupo de personas.
Un sacerdote, alto y enjuto, desfiló por el pasillo central levantando un eco rotundo, acompañado del que producían las botas altas de su acompañante, un uniformado de estatura escasa pero de apariencia fibrosa. Ambos se situaron en uno de los bancos más adelantados después de saludar brevemente a la familia del finado. Observé por el rabillo del ojo como otros tres uniformados permanecían de pie junto a la salida.
Todo parecía terminado cuando el sacerdote recién ingresado ascendió algunos escalones del púlpito y desde allí dejó que su voz, fría y metálica, iniciara un mensaje que comenzó lento y sosegado y terminó casi convulso por el ardor que ponía en la diatriba. Ante los paralizados asistentes se condenó el brutal y execrable crimen perpetrado por una horda de gente sin entrañas entregada al dinero de Moscú y dispuesta a enterrar los sacrosantos principios de la España católica.
Aquella voz restallaba como un látigo entre las piedras encaladas de la modesta iglesia, sin dejar piedra sobre piedra. Todo estaba amenazado. Los niños, las mujeres, los campos, la propiedad, las fuentes e incluso las cosechas. Ni una sola referencia a la muerte de Jerónima y de aquel crío. El tenue contraluz de la ventana que estaba a sus espaldas delató el rastro de la saliva cuando escupió aquel Viva Cristo Rey que retumbó en el silencio.
Los militares respondieron desde le puerta con un Viva que hizo volver el rostro de algunos de quienes no habían advertido hasta el momento su presencia. Por segunda vez en apenas un par de días, noté el peso de las miradas en la espalda mientras me deslizaba entre las beatas hacia el exterior.




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