viernes, 6 de agosto de 2010

Cap. XXI


D
urante varios días la única tarea consistió en percibir el pulso de la ciudad yendo de un barrio a otro sin llamar la atención, escuchando atentamente las conversaciones pero sin participar en ellas. La noticia de la muerte de la mujer y el crío corrió por las callejas como si el viento mismo la propagara.
Se comentaba que los cadáveres habían permanecido tres días tirados en la cuneta sin que nadie se hiciera cargo de ellos. Mucha gente conocía al marido, un tal Isaac, huido a los montes de la zona. Comenzaba a afianzarse la postura de quienes consideraban que la suerte estaba echada y no valía la pena correr riesgos inútiles. Volvía con una cierta frecuencia a la cantina donde me había enterado del suceso.
El cantinero empezó intercambiando alguna frase amable y terminó por comentar algunas cosas que indicaban que sus fuentes de información no se limitaban a los comentarios del vecindario.
Un día apareció un rostro familiar en las mesas del fondo. Fue más el hecho de que él mirara con curiosidad en un par de ocasiones lo que ayudó a confirmar su identidad, porque aquella fisonomía no se parecía mucho a la del Camilo que había conocido.
Una vez que su acompañante lo abandonó, me puse a la expectativa. El hombrón se levantó de la mesa y se compuso la ropa con tranquilidad. Momento adecuado para liquidar mi deuda. Llenó el espacio su corpachón, más magro ahora, mientras se acercaba al mostrador, depositaba un billete y señalaba apenas con la cabeza hacia fuera.
Caía la tarde y sobre las cumbres de los montes próximos asomaban los primeros indicios de nieve. Caminaba en dirección al poniente sin mirar hacia atrás.


Intercambió una mirada con un tipo rechoncho que ocupaba su tiempo con las manetas de una vieja bicicleta al otro lado de la calle sin mucho entusiasmo.
Al doblar una esquina su brazo tiró de mí para cambiar de dirección e internarnos por un estrecho pasillo sin luz al fondo del cual se elevaban algunas voces. Salimos a un pequeño patio presidido por una higuera de buen tamaño, algunos de cuyos frutos adornaban el piso de tierra apisonada. Una puerta acristalada pintada de un color indefinible, traspasada la cual nos encontramos en medio de una enorme cocina. Dos personas en torno a una mesa de madera basta y una mujer atendiendo al fuego.
- Este es Lito.
No dio más explicaciones. Los otros dos se levantaron y uno de ellos desapareció para volver al rato con una botella de vino y unos vasos. La mujer abrió una alacena silenciosamente, extrajo una fuente y desapareció sin más por la puerta que daba acceso al resto de la casa. Extrañaba aquel silencio pero el hecho de que no se me presentara a aquellos dos hombres suponía que no era una reunión de cumplido. El más alto habló entonces. Daba vueltas al vaso mientras mantenía la vista fija en las evoluciones del oscuro líquido. Tenía una voz gangosa y melancólica.
- Ya sabrás lo que ha pasado con la mujer de Issac.
Camilo se acercó al fuego sin responder, atrajo una silla y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos sobre el respaldo. Inclinó el vaso varias veces jugando con los brillos que nacían del espeso líquido y se pensó la respuesta.
- Están muy envalentonados.
Los otros dos asintieron con la cabeza y bebieron un trago casi al mismo tiempo. El carbón despedía un tufillo grasiento y calentaba el ambiente haciendo asomar unas orlitas rojas por las juntas de las arandelas del fogón.


La mujer entró de nuevo en la cocina, cortó unos trozos de pan de una hogaza de tono oscuro, las depositó en una cestita de mimbre y salió de nuevo. Camilo permanecía pensativo. El otro acompañante, un hombre que debía rondar la cincuentena, habló con voz nerviosa.
- No vendría mal dejar claro que no estamos tan indefensos como piensan.
Camilo lo miró y dejó la vista vagando por sus ropas, hasta que de nuevo recaló en los brillos que la lámpara arrancaba del vaso de vino que sujetaba con la mano derecha. Después se levantó y se llevó al que había hablado primero hacia el pasillo por el que habíamos entrado. Hablaron en voz baja unos instantes y después se despidieron con la mirada.
El vino sabía ácido y pasaba por el paladar encendiendo una llamita de calor que luego recalaba en el estómago despertando una cierta sensación de hambre. Arrastró una de las sillas que habían quedado vacías. La ocupé mientras él volvía a cabalgar la suya y permanecía en silencio unos instantes. Después olvidó sus cavilaciones y se fijó en mi aspecto liberando una pequeña sonrisa.
- Me ha costado reconocerte.
- Todas las ayudas son pocas.
- ¿Cómo te ha ido?
- No me quejo. A otros les ha ido peor por lo que oigo.
- De eso quería hablarte. Supongo que sabes que las cosas no han ido nada bien. Estamos muy a la defensiva por no decir cosas peores. ¿Cómo has venido a dar aquí?
- He tenido la sensación de que el monte ya no es muy aconsejable como refugio. Aquí hay mucha gente y es más fácil pasar desapercibido.
- Ya...
Sorbió brevemente del vaso mientras la luz de la bombilla hacía pasear los destellos del vino por su cara. Cuando volvió a hablar la voz se le tiñó de gravedad y una sensación de inseguridad creciente me subió por las piernas hasta el estómago.
- Esto no va bien. Lo peor de todo es que estamos desunidos y perdemos el tiempo en charlas inútiles mientras tendríamos que estar haciendo cosas muy concretas y muy necesarias. Y necesitamos gente.
Se quedó mirándome para comprobar cómo asimilaba aquella frase, dio otro traguito al espeso vino y continuó con su declaración.
- Tampoco te conviene a ti seguir solo más tiempo. Hasta ahora te enfrentabas a grupos pequeños no muy organizados. A partir de ahora eso va a cambiar. Mejor dicho, ya ha cambiado. Aquí no han tenido grandes problemas y no necesitaban un gran contingente para controlar la situación, pero ahora persiguen objetivos más ambiciosos y no van a seguir improvisando. Aparte de todo necesitamos gente que tenga la cabeza en su sitio y sepa mandar. Nos vendrías bien.
- ¿Cuál es el plan?
- Lo primero es dejar claro que no estamos vencidos y obligarlos a pensar que no pueden dedicarse a reprimir impunemente. Es imposible que la gente nos apoye si no se siente defendida de alguna manera. Lo que ha pasado con esa mujer y su chaval debe tener una respuesta contundente y lo más rápida posible. Ya se hace tarde.
- Me ha costado organizar mis cosas y...
Había algo en mi forma de ver la vida que nunca había encajado con los demás. Una especie de celo irremediable por las cosas propias que era imposible de entender para quien no fuera yo mismo.


Y algunas cosas no podían decirse con demasiada franqueza. Se me quedó mirando fijamente mientras terminaba la frase con los ojos fijos en los bordes del vaso de vino.
-... no me gusta mandar. Pero tampoco recibir órdenes.
No pareció impresionarse lo más mínimo. Seguramente habría escuchado miles de declaraciones como aquella. Vació lo que le quedaba en el vaso y comenzó a hablar pausadamente mientras el recipiente de vidrio bailaba entre sus dedos trasladando los posos violetas sobre el contorno del fondo.
- Todo lo que te pido es que participes en algunas reuniones, no muchas. No te diremos lo que has de hacer, pero sí lo que no debes hacer en según qué momentos. Por lo demás nos da lo mismo que vayas o vengas. Es posible que en alguna ocasión necesitemos que participes con nosotros en algunas cosas.
- ¿Cómo nos comunicaremos?
- No habrá comunicación por tu parte. Nosotros nos encargamos de contactar contigo. Siempre que estés aquí, claro.
- Bueno. Se puede intentar y a ver qué pasa.
Se enderezó en la silla y luego se levantó como si hubiera resuelto algún problema. Caminó frente a la cocina recorriendo la larga pared, dándome la espalda. La escasa luz producía extraños efectos sobre las paredes encaladas. Observé sus pasos relajados mientras giraba y hablaba con la vista fija en el suelo.
- Sabemos quién ha sido. Me refiero a lo de esa mujer y su chaval. Es extremadamente grave y requiere una respuesta proporcional. ¿Estarías dispuesto?
- Necesito saber de qué se trata.
- Eso no puedes saberlo. Lo siento pero esto funciona así. Hay una cadena de mando y cuanto menos sepas, mejor para ti y para todos.
- ¿Cuándo?
- Ya mismo.
- De acuerdo.
- Vuelve por aquí mañana en cuanto anochezca. Fíjate que el de la bicicleta siga donde estaba hoy. Si no está, sigue tu camino.
No nos despedimos. Se internó en el oscuro pasillo y volvió la vista mientras yo liquidaba el contenido del vaso y me ponía en marcha. Sus pasos producían un eco apagado sobre el suelo y el escaso resplandor de la cocina producía sombras que se alargaban sobre la pared oscilando a uno y otro lado.
Fuera no había nadie. Salí sin mirar atrás y desanduve el camino con el paso casual de quien sencillamente deambula por dejar pasar el tiempo. La luz que se escapaba por las rendijas de la contraventana revelaba la presencia de Damián en la casa. Ascendí la cuesta sin detenerme, dejando que los ojos se fueran acostumbrando poco a poco a la oscuridad hasta alcanzar las formas familiares del refugio.
El murmullo del río acariciaba los oídos mientras un vientecillo aconsejaba levantar el cuello de la chaqueta. Algo me aconsejó permitir aquella fría sensación en el rostro y el cuello, dejarla expresarse libremente sobre la piel provocando un fuerte escalofrío que demostraba que seguía vivo.
Unos restos de caldo que Damián me había regalado fueron suficientes para entrar en calor. Después de apagar la vela, abrí la contraventana para disfrutar del tenue resplandor de la ciudad al contraluz de las lomas de enfrente. Una manta para combatir el frío creciente, un vaso de vino para ayudar a fantasear en aquel espacio casi fantasmagórico, los recuerdos y una sensación de vértigo creciendo por momentos.
Aquella sensación de no saber con pelos y señales lo que iba a ocurrir ocasionaba un malestar profundo que la idea de la colaboración no conseguía compensar de ninguna manera. Ladraba un perro afuera con pocas ansias.


Insistió en su mensaje vacío hasta que de repente calló. Las nubes corrieron hasta que un resplandor lunar inundó el camino y enseguida las sombras se hicieron dueñas de nuevo de la noche. Desperté con el vaso a punto de caer de la mano apenas cerrada, y me fui a la cama. La noche se convirtió en un desfile figuras esquivas, perros ladradores y despertares más o menos imprevistos. Sólo la proximidad del alba consiguió que conciliara por fin un sueño casi efímero.
La claridad que se colaba por la contraventana que había quedado abierta puso fin a la noche. El sol andaba ya alto, pero unos jirones de niebla recorrían despacio la tierra sobre el camino. Ni un testimonio de vida que no fueran las columnitas de humo de las chimeneas, a lo lejos.
Pasó el día lentamente, como si los minutos se negaran a recorrer el camino hasta el punto en que el tiempo habría de ocuparse en cosas más concretas. Apenas anochecía cuando avisté la bicicleta patas arriba en medio de la calle. El hombre se inclinaba de cuando en vez con desgana sobre los viejos hierros y simulaba enredar con alguna de aquellas piezas mientras dirigía alguna breve mirada hacia los lados.
Un hombre enjuto y cabizbajo se puso a mi altura y me echó el brazo por los hombros como podría hacer un viejo amigo. Quizás azorado por la necesidad de abrazar a quien no conocía se aventuró a soltar un par de frases que tomaron un tono casi surrealista en aquella atmósfera de tarde vencida.
- Bueno, hombre, pues vamos a ver qué pasa.
Cuando juzgó que nuestra supuesta amistad estaba más que demostrada retiró el brazo obligado a ascender por encima de sus hombros, lo cual tenía que provocarle una incomodidad cierta. Dos siluetas se habían puesto en marcha un poco más lejos, una a cada lado de la calle.


Caminamos durante un rato tomando algunas callejas que no conocía hasta que comenzamos a acercarnos a la estación. El alumbrado era muy escaso y el suelo estaba plagado de pequeños socavones, obligando a caminar con cierta prudencia. Al poco llegamos al pie de una casa en ruinas con la puerta desvencijada e invadida de restos de ladrillos rotos y pizarras caídas desde la cubierta.
A su lado se levantaba un antiguo lavadero que alguien debía utilizar todavía a juzgar los el olor a jabón que flotaba en el ambiente. Mi acompañante se adentró en los restos del casetucho sorteando los restos esparcidos por el suelo y desde dentro hizo una señal.
- Dentro de poco llegará una pareja y se irán derechos al almacén. Si vieras a alguien detrás de ellos o vieras cualquier cosa que te resultara sospechosa, coges la piedra y la tiras al lavadero procurando hacer todo el ruido que puedas, ¿entendido?
Se agachó y recogió una de las piedras que debían haber formado parte de la pared, de forma aplanada y con algún resto de cal. La declaración me pilló de sorpresa. ¿Aquello era todo? No había previsto que mi aportación se limitara a la simple vigilancia, pero cuando me repuse ya no había nadie a quien hacer la reclamación. En el fondo del cielo quedaba algún rescoldo del paso del sol sobre los montes que guardaban el paso al horizonte.
Ni un sólo ruido desmentía la tremenda soledad del lugar. Los restos del ladrillo crujieron apenas bajo mis pies cuando cambiaba de posición. Transcurridos algunos minutos el eco de alguna voz lejana se hizo presente y fue acercándose más y más. La pareja transitaba bajo una de aquellas luces míseras, con los brazos enlazados por las cinturas.


Se detuvieron un poco más cerca, ella con la espalda apoyada en la pared y él en actitud de acoso a la boca de la muchacha que no aceptaba el intercambio sin una cierta resistencia. En un momento dado se separó de él soltando una risita e inició una leve carrera que la acercó al escondite más de lo que me gustaba. Casi se oían sus respiraciones agitadas cuando él la alcanzó de nuevo e hizo más franco el asedio. Esta vez no hubo resistencia. Las manos de él buscaron bajo las ropas, mientras las bocas se perseguían con avidez.
- Vamos, ven, no seas así...
La había tomado de la mano sin disimular su urgencia y la arrastraba hacia el almacén, tal como se me había anunciado. Finalmente se oyó el murmullo metálico de la llave en la puerta y la oscuridad se los tragó. Ni un sólo ruido en los alrededores. Las exánimes luces arrojaban un haz amarillento sobre la tierra a medida que la oscuridad se hacía más y más densa.
Se levantó un vientecillo que trajo aromas frescos desde el río. Desde dentro del almacén llegó el rumor que suele nacer de algún movimiento involuntario, rotundo e intempestivo, seguido de alguna voz airada que no llegó apenas a nacer. Una de las puertas de la planta superior se deslizó sobre su carrilera mostrando le negrura del interior sobre la que destacaban un par de figuras. Una gruesa viga sobresalía entre la pared y la puerta que acababa de abrirse.
El cuerpo salió proyectado de las tinieblas y quedó bailando en al aire casi irreal de la noche, mientras las piernas se agitaban frenéticamente y el tramo de cuerda que se internaba en la oscuridad del almacén se tensaba violentamente bajo su peso, levantando un siniestro quejido en la madera. Golpeó la pared y giró sobre sí mismo, mostrando a la débil luz reinante las manos atadas a la espalda.


Desvié la vista, horrorizado, y luego volví a fijarla en la escena, una vez recuperado de la tremenda impresión.
- ¡Vámonos!
La silueta menuda de mi acompañante pasó veloz entre las sombras, apresurando el paso. Al empezar a andar, las piernas delataron una súbita debilidad. Aquello no respondía ni con mucho a lo que había imaginado. La cuerda seguía levantando quejidos en la madera, con una cadencia cada vez más lenta. Miré hacia atrás a tiempo de contemplar por última vez la escalofriante danza del péndulo humano.
El de la bicicleta ya no se molestaba en disimular. El trasto había sido abandonado en el suelo sin más contemplaciones. Hizo una señal con la cabeza en dirección a lo que debía ser mi destino, que no era otra que el de la noche anterior. Al final del pasillo en penumbras esperaba otra hombre que me indicó una de las puertas al final de la cocina.
Recorrí un patio exterior y un par de callejas antes de que otro vigía, esta vez una mujer, me indicara una apertura en la pared. Otro corto pasillo conducía a unas escaleras que descendían vertiginosamente hacia el fondo de la tierra. Una voz se encargó de evitar que la falta absoluta de luz me obligara a detenerme. Finalmente, un claustrofóbico espacio de apenas un metro de ancho por tres de largo.
El que había sido mi acompañante apoyaba la espalda en la pared y consumía un cigarrillo con ansiedad. Un estrecho hueco practicado entre las piedras de la pared daba cobijo a una vela cuya llama se alzaba produciendo una pequeña mancha oscura en las piedras que la cubrían. Esperamos en silencio. En un cierto momento se oyeron voces airadas aunque contenidas. Finalmente reconocí la voz de Camilo poniendo fin a alguna disputa con un golpe seco sobre la madera.
Su corpachón apareció de pronto en el agobiante habitáculo y habló sin entretenerse. Respiraba agitadamente y llevaba la furia pintada en la cara. Dio instrucciones al otro para procurarme un sitio donde dormir y se dirigió sin más a la salida. La perspectiva de dejar el tema para otro momento no me gustó, así que simplemente dije lo que tenía que decir.
- No me gusta eso que habéis hecho.
Se inclinaba apenas en un movimiento seguramente instintivo ante la escasa distancia entre la bóveda de las escaleras y su enorme humanidad, pero al escuchar aquello apoyó la mano en la pared y se dio la vuelta mirando hacia el suelo. No me gustó aquel silencio.
- Yo mato a las alimañas antes de colgarlas. Eso que acabo de ver es más propio de uno de esos camisas azules.
La última observación hizo nacer en su rostro casi una amenaza. Resoplaba como una yegua en pleno esfuerzo, pero no me dejé impresionar. Volvió a girarse en dirección a las escaleras y a punto de desaparecer se permitió una respuesta que no me pareció satisfactoria.
- No hay tiempo para debates.
En cuanto desapareció en la oscuridad de las escaleras, el del cigarrillo se agachó y levantó algo del suelo. La tierra húmeda se deslizó por las tablas que emergían del suelo descubriendo un nuevo pasadizo. Me interné en él a tiempo de ver la silueta de la mujer aparecer en el escueto espacio dispuesta a dejar la trampilla disimulada nuevamente.
El leve resplandor de un fósforo nos guió entre sombras hasta la salida, tapiada por dos gruesos tablones que el hombre apartó apenas para dejarlos reposar de nuevo una vez estuvimos en el exterior. Apenas un leve resplandor lunar iluminaba un senderillo que transcurría entre altos matorrales y alguna roca pizarrosa.


El rumor del río acrecentaba la sensación de frío cuando nos internamos en un pequeño bosquecillo y tras unos minutos de camino alcanzamos un claro alrededor del que se acomodaban un par de casas. Ya dentro de una de ellas recibí un mendrugo de pan y un vaso de vino por todo saludo.
Mi compañero se deslizó por una de aquellas puertas, después de indicarme con la mano el catre sobre el que descansaban un par de mantas y desapareció. Salí al exterior y di una vuelta a la casa hasta localizar un pequeño tronco al abrigo de cualquier mirada indiscreta, seguramente dispuesto en aquel lugar para el descanso.
El pan estaba húmedo y el vino denunciaba que la botella había permanecido abierta más tiempo del que le convenía, pero calentaba el estómago, que era más de lo que podía esperarse en según qué circunstancias. Algún insecto rompía apenas el silencio nocturno al abrigo del débil reflejo lunar. Después alguna gruesa nube se atravesó en los cielos, ante lo cual consideré que la cama era el mejor lugar posible.





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