lunes, 9 de agosto de 2010

Cap. XVIII


A
penas había nacido la luz del nuevo día cuando sentí que me sacudían por los hombros. La señal de alarma murió enseguida ante la suavidad del gesto.
– Vega queda hacia abajo, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Se enfundaba las ropas para combatir el frío de la mañana con cierta parsimonia, mientras acababa de masticar algo. Desde mi posición se adivinaba un cuerpo no exento de gracia dentro de aquellas ropas. Me miró con aquellos ojos duros y extrañamente inteligentes. Tenía algo muy especial, sin duda. Aquel tono metálico y al tiempo cálido de la voz le daba un aire misterioso, acaso inaccesible.
– Me voy. Te dejo una tajada. Mantente vivo y estate bien alerta.
Un escueto "suerte" apenas articulado mientras me incorporaba y la despedida fue un hecho. Observó con cautela el exterior deslizando apenas el tejido que tapaba la entrada y salió tan rápidamente como debe salirse de una cueva. No ocurrió nada. Marcharon sus pasos decididos hacia el valle hasta que se enredó en la cuerda en el sitio esperado haciendo rodar el taco en el interior. En la distancia sorprendí su gesto casi avergonzado y levanté la mano a modo de saludo. El día estaba claro y luminoso.
La tiniebla daba pasa al aura rosada que recorría el horizonte visible hasta el valle. Los mirlos se comunicaban las noticias de la mañana con un chillido agudo e incansable que se mezclaba con cientos de voces de aquellos seres alados. Eché de menos al cuervo, confiando en volver a verlo si había suerte. Mientras daba cuenta de la ración que había dejado aquella mujer de la que ignoraba todo, repasé los acontecimientos y me hice un pequeño plan de acción. La prioridad era clara: información. El grupo del día anterior se hizo un hueco en la memoria. Parecía gente propia.

Así lo confirmaba el orden de marcha, distanciado pero uniforme, el carácter absolutamente silencioso de la columna, y sobre todo la manera de superar la cresta de la loma, uno por uno y a todo prisa.
Bien, Lito, me dije... En marcha. Destino Vega, el lugar donde naturalmente deberían recalar los facciosos procedentes de Asturias y la fuente de información necesaria. Cuando me echaba la mochila a la espalda descubrí debajo del áspero tejido el tono mate y grisáceo del cañón de la pistola. Faltó poco para liberar un grito de alegría. Un montoncito de balas echó a rodar por el suelo cuando ascendió en el aire, en mi mano, que la sopesaba despacio y luego la ponía a la altura de la vista para hacer puntería.
Aquella mujer tenía una rara manera de agradecer las cosas, pero no se quedaba corta. Y cómo demonios se llamaba aquella mujer... Escondí el preciado regalo entre las ropas y me eché al mundo feliz por no tener que cargar con el fusil ni andarle buscando escondites más o menos inseguros. Y cómo demonios se llamaba aquella mujer...
Aquella pequeña adivinanza entretuvo el camino mientras el sol ascendía despacio, indolente y orgulloso de su poderío. Mantener los senderos al alcance de la vista, pero distantes. Adivinaba malos momentos. Precisamente esa circunstancia en que una rutina bien aprendida puede servir de mucho y un descuido puede terminar con todo en una décima de segundo. Tembló un arbusto delante. Cerca. Muy cerca.
Antes de llegar a percatarme de lo que ocurría, la cola escurridiza y exuberante del zorro puso distancia entre el animal y el humano, siempre más peligroso. El camino se hizo sin incidentes reseñables. Las casitas de Sotelo se hicieron visibles un poco antes de que el sol llegara a lo más alto.

Un alto en el camino, con la espalda contra un viejo roble y la vista escudriñando por entre los patios, las chimeneas, las cuerdas llenas de ropa a medio secar, las galerías... La casa de Germán parecía vacía, con las contraventanas echadas, la chimenea inerme y el perro echado a pocos pasos de la entrada, atento a la llegada del hombre.
Rosa... Clara... me gustaban los nombres cortos, claros, sencillos y sonoros. Podía incluso llamarse como yo, Lita... O podía tener el nombre más largo del mundo. O quizás se llamara también Lola, lo cual invitaría a la tristeza. Mientras jugaba con las letras di cuenta de la comida que ella había dejado tras de sí sin dejar de observar el pueblo.
Era hora de comer, pero tanta tranquilidad parecía excesiva incluso para el lugar más tranquilo del mundo. Hubiera jurado que las ventanas de las casas vecinas a las de Germán solían permanecer abiertas durante el día. Todo lo contrario de como aparecían ahora. En realidad todo el lugar parecía paralizado, clausurado por alguna fuerza sólo desmentida por la débil fumarola de las chimeneas.
La casa de Germán era una de las pocas que no exhibían el rastro del fuego del hogar. Súbitamente algo alteró la calma. Se oyó un rumor de goznes y pasadores, el perro se levantó meneando el rabo alegremente y se acercó al límite de sus dominios sin atreverse a ir más allá. La mujer dejó en el suelo un recipiente de zinc y el perro se aplicó a la comida.
Cuando ella ingresó de nuevo en la casa me puse de nuevo en marcha preguntándome si aquella ausencia tenía algún significado.
La idea de volver a Vega, después de pasearse una y otra vez por los misteriosos senderos de la mente, se revelaba cada vez menos afortunada.

Me conocían hasta los perros y si bien se podía confiar en general en la gente, las cosas estaban cambiando rápidamente y la mayoría tendrían bien clara la elección si tuvieran que escoger entre mi pellejo y el suyo. Pero allí estaba la poca familia que quedaba y los recuerdos. Mucho más de lo aparente. Después de asearme de manera sumaria dispuse lo necesario para el afeitado.
Como mandan los cánones hubo de comenzarse por la parte más alta de las mejillas, donde el pelo crecía dándome un aspecto casi lobuno, continuando luego hacia abajo, por el cuello y la barbilla. Repetida la operación en el lado opuesto de la cara, escurrí la espuma sacudiendo la navaja en el recipiente lleno de agua y a punto de continuar la tarea sorprendí aquella imagen tan desconocida en el espejo.
La espuma se había quedado como olvidada sobre los labios y a los lados de las orejas. No vendría mal un cambio de aspecto. Quizás con los cabellos peinados hacia atrás, como hacían quienes adoptaban la tendencia que imponían los tiempos. Al cabo de unos minutos Lito tenía un mostacho abundante, dos patillas de una considerable longitud y el cabello peinado hacia atrás. Tenía pinta de vendedor de lana.
Mientras repasaba el traje y los zapatos, algunas cuestiones de seguridad aún no resueltas volvían a hacerse presentes. Si las cosas se ponían peor de lo que estaban, los refugios en medio del monte empezarían a ser más y más vulnerables. En medio de una ciudad más o menos populosa sería más fácil pasar desapercibido.
No había muchas alternativas. Ponferrada era el lugar ideal. Pero haría falta una mínima morada. Y una documentación. Necesitaba un fiambre lo más parecido a mi persona. La frivolidad con que nació aquel término en la mente se convirtió enseguida en algo muy desagradable.

Los fiambres son personas antes de llegar a fiambres, me dije. Pero lo importante es que tú no llegues a adquirir semejante condición, respondí sin demora. Lo que un día es trágico pasa a ser una costumbre andando el tiempo, cuando la tragedia se pasea por las calles casi con arrogancia.
Apenas se insinuaba la luz del día cuando la choza me vio partir a buen paso, después de encajar la pistola entre el cinturón y el surco que formaba el vientre con los huesos de la cadera. En cuanto el día se enseñoreó del paisaje, salí a la carretera como un paisano más.
Pasó algún camión cargado de muebles y objetos domésticos, y una motocicleta que me recordó a la que había quedado tirada junto a aquellos chopos. Qué sería de ella. La entrada de Vega apareció ante los ojos, oscurecida por el sol que se levantaba por detrás. En el último segundo decidí continuar por el camino de San Miguel, rodeando el pueblo. Cómo estaría padre...
Se instaló la duda entre hacerle un corta pero muy temeraria visita o internarse en Vega, que era igual de temerario si no se tenía en cuenta mi nuevo aspecto. Finalmente fueron las calles de Vega las que acogieron aquella delgada figura de paisano que va de un lado a otro, quizás a pagar unas deudas, quizás a ver a la familia, quizás a conversar con algún buen amigo.
Poca actividad en el pueblo. Una bandera rojigualda ondeando en un balcón, en medio de la plaza, en lo que debía hacer las veces de ayuntamiento. Lo habían cambiado de sitio. Un jeep parado ante la puerta con el conductor apoyado en el metal del vehículo en actitud de espera.
Alguna mujer colgaba ropa en la galería poblada de vigas de madera oscura y poca gente por la calle. Cruzaron un par de conocidos por el otro lado y fue imposible impedir un envaramiento en el andar. Una mirada acaso curiosa y continuaron su camino.

Por las calles de detrás de la plaza llegaban olores domésticos, ruidos de puertas que se abren o cierran, gritos de algún crío empeñado en despertar a quien se demorara aún perezosamente en la cama. La madre salió al balcón con él en los brazos y se me quedó mirando mientras el infante se tranquilizaba ante la luz diurna.
Ladró un perro desde detrás de una reja que guardaba un patio lleno de leña, una pesada raíz donde cortarla y un viejo remolque. Desde una bocacalle que enfilaba hacia la plaza se distinguía el perfil de dos tipos que conversaban tras la bandera, gesticulando enérgicamente.
A punto de cruzar hacia el camino que conducía al río una sombra pasó a la carrera mirando hacia los tejados. Sin reparar en otra presencia que no afuera la de los que volaban, se apostó tras uno de los postes que sostenían el cable que daba luz a las casas y apuntó el tirachinas hacia el alero donde acababa de aterrizar un grupo de gorriones. La piedra salió rauda hacia su destino dejando el cuero que la transportaba bailando en el aire un instante, voló tras las pizarras y sembró la alarma en el grupo de pájaros que sensatamente decidieron un segundo después cambiar de posición.
- Vaya... esa puntería no mejora.
Se volvió como un rayo y quedó parado, con la mirada repasando una y otra vez aquella figura que no le debía ser enteramente desconocida. Antes de emprender la huida se dibujó en sus ojos algo parecido al miedo. Las casas próximas al río seguían necesitando una buena mano de pintura sobre las maderas acuciadas por la humedad y el resol del verano.
Me pregunté una vez más si era prudente estar donde estaba y dejarme ver por quien quizás ya no fuera amigo sino todo lo contrario. Pero necesitaba saber.

El sendero conducía al río directamente, cerca del pequeño puente cuyas maderas retorcidas resistían aún al paso de los años. La sombra se apostó entonces tras un grueso tronco de castaño, mirando con descaro en mi dirección, con tanta más atención cuanto más me acercaba. Imposible evitar una sonrisa.
- Creo que te debo algo.
Se le abrió por fin la boca pícara mientras brotaba una chispa de curiosidad en la mirada. Era un auténtico placer caminar por el sendero que bordeaba el río, con el sol arrancando pequeños destellos de las aguas. El chaval caminó tras mis pasos unos metros, algo retraído, y después se puso a mi altura y hasta se atrevió a echarme la mano al pantalón, como queriendo comprobar su consistencia. Reprenderle con la mirada sólo sirvió para hacer nacer su expresión de experto en la escapada.
- ¿Siguen en el molino?
- Y en la casa de la viuda.
- ¿La viuda de quien?
- Del Pucho. Lo mataron.
Aquello sonó casi natural en la boca del crío, que ni siquiera alteró su expresión. Debió verme muy serio, porque bajó la vista y echó las manos a la espalda. Pucho no había sido nunca muy sociable, lo cual le había granjeado más de una antipatía. Había trabajado duro y se decía que tenía un capital considerable. Tampoco parecía de los que ceden el patrimonio graciosamente para ninguna causa, por buena que sea.
- ¿Tú sabes qué pasó?
- Le dispararon un día de caza.
- Entonces fue un accidente, ¿no?
No contestó. Se quedó como pensando y luego negó con la cabeza.

Pleitos entre propietarios de fincas, viñas y demás no eran precisamente infrecuentes. Incuria a la hora de fijar los lindes por parte de algunos y simple avaricia por parte de otros, siempre dispuestos a obtener ventaja. Pero obtenerla de aquella manera parecía sencillamente increíble.
El sendero serpenteaba sobre las riberas del rio, ascendiendo lentamente hasta llegar a una llanura arcillosa que solía represar el agua en los momentos de mayor caudal, que siempre coincidían con el deshielo. Allí podía quedar alguna pesca que podía obtenerse sin siquiera caña, dada la poca profundidad. Sólo había que proveerse de un par de hojas de higuera para impedir que la pieza se escurriese entre las manos.
- Es aquí.
El crío miró con cara de incredulidad, sin terminar de explicarse lo que le estaba diciendo.
- Tienes que venir cuando el deshielo. Un día que venga el río bien alto. El agua se cuela por allí y aquí se quedan los peces cuando el agua baja. Sólo tienes que coger una hoja de higuera en cada mano, para que no se te escapen. ¿Lo has entendido?
Agitó la cabeza asintiendo, con una sonrisa de éxito seguro cruzándole el rostro de oreja a oreja. Me pregunté cómo sería la vida de aquella casi persona. La madre era una mujer trabajadora, de las que no despreciaban jamás unos bailes o una buena conversación con las vecinas. Del padre no podía decirse nada bueno y aquello no me tranquilizaba precisamente.
- Cuco.
Me miró muy serio, desviando la vista con la aprehensión. Se quedó esperando lo que tenía que decirle dándole vueltas al tirachinas entre las manos.
- Tú sabes que no debes contar que me has visto. ¿Si? No debes hacerlo nunca. A nadie.
- Ya lo sabía.
Nunca supe si convencía más su naturalidad o la sombra que le atravesaba la expresión en según qué momentos. Lo mejor que podía pasar era que considerara aquel secreto como un gran tesoro, a condición de que siguiera siendo un secreto.
- Tampoco a tu padre, Cuco.
Camino de regreso escuché con atención algunas cosas que contaba de lo que se comentaba entre el vecindario. A punto de llegar al pueblo lo dejó caer como una bomba.
- Ayer mataron a tres comunistas. Y al otro lo tienen en la cárcel.
Pensé despacio qué preguntas debía hacer antes, porque el camino se nos acababa y aquel chaval no solía despedirse.
- ¿Qué cárcel?
- Han puesto una cárcel en la cuadra del Tino, el de San Miguel.
- ¿Y tú cómo sabes que eran comunistas?
Se encogió de hombros y por toda despedida apartó la vista en cuanto otro grupo de gorriones vino a alojarse en unas ramas bajas. Iniciaba de nuevo su eterna carrera cuando algo me dijo que no era prudente continuar allí mucho más tiempo. Pero había que saber quién era aquella gente. Afortunadamente la cuadra del tal Tino estaba relativamente apartada del pueblo y no parecía muy necesario disponer guardia si al pobre preso lo habían tratado como era fácil suponer.
Rodeando la plaza me acerqué al lugar procurando no llamar la atención. Desde una de las callejas divisé la tienda del finado Herminio. Estaba abierta. Alguien entró y salió poco después con un paquete en los brazos. Aquello era sorprendente. Aprovechando la entrada de otra clienta escogí un lugar más adecuado. La delgada figura del antiguo jefe de Lola asomó por el escaso espacio que dejó la puerta cuando abandonó el local.
Alguien salió del edificio sobre el que ondeaba la bandera.

Atravesaba la plaza con algunos papeles bajo el brazo a una distancia que juzgué demasiado corta, pero iba en otra dirección. O eso ocurría hasta que algo vino a su cabeza y varió repentinamente su ruta, caminando hacia mi persona apresuradamente. Miró con toda la atención cuando nos cruzamos.
Los refuerzos metálicos de sus zapatos dejaron de golpear sobre las piedras de la plaza, invitando a pensar que se había detenido. Entonces compuse el gesto de quien de repente recuerda algo importante y eché a andar hacia la bandera con decisión. Ya enfrente de la puerta de entrada comprobé de nuevo la situación. Afortunadamente, había desaparecido.
Una de las callejas sirvió de oportuna escapatoria, ya de camino hacia lo que el crío había llamado cárcel. No parecía haber vigilancia, pero de todas maneras tampoco era oportuno pararse a curiosear. A menos que otros lo hicieran. No ocurrió tal cosa. Mejor investigar por la parte de atrás.
Había un ventanuco alto al que hubo que encaramarse a pulso. Contra la luz del corredor adyacente se recortó una forma en el suelo, apoyada contra la pared. Brotó la pregunta en un susurro a través de los barrotes del ventanuco.
- ¿Quién eres tú?
No hubo respuesta. Los músculos comenzaban a acusar el esfuerzo y no había posibilidad de apoyar los pies en nada. Hubo que insistir.
- Soy amigo. ¿Quién eres?
Giró la cabeza lentamente sin levantarla de la pared hasta que bajo la diminuta luz que se colaba por alguna ranura del techo se evidenciaron los rasgos familiares y ahora tumefactos de Gaspar, el asturiano.
Volví al suelo buscando por los alrededores algo sobre lo que poder apoyar los pies.

Un grueso tronco sirvió como apoyo después de hincar su extremo en la tierra hasta producir un pequeño agujero. Izado de nuevo hasta la pequeña ventana inquirí en voz bien baja.
- ¿Has comido algo?
La cabeza fue de un lado a otro de la pared, siempre sin separarse de ella, como si no hubiera fuerzas para más.
- ¿Puedes comer?
- ¡Agua!
Hay cosas que sencillamente no pueden hacerse y aquello era una de ellas. De repente llegaron ruidos de pisadas por el corredor. Entraron tres personas. Las dos de atrás portaban una especie de camilla de tela basta y ennegrecida. Quizás alguno de aquellos conservaba un algo de compasión. Lo siguiente fue un estampido sordo y después una frase sencilla y perentoria.
- ¡Vamos! Ya hemos perdido demasiado tiempo con esta escoria.
Se me hizo corto el camino hasta apostarme tras la pared, a tiempo de ver a los tres calle arriba, con un brazo del muerto colgando de la camilla como algo inservible. Parecía mentira que aquel cuerpo de esmirriado pudiera almacenar tanta crueldad. Algunas ventanas se abrían apenas y volvían a cerrarse inmediatamente, antes de que el uniformado llegara a fijar su atención en los curiosos.
Las botas producían un eco no disimulado y las faldas del pantalón, de corte militar, se abrían hacia los lados dándole al sujeto un aire teatral. Cuando llegaron frente al ayuntamiento apareció un camión donde fue arrojado el cadáver sin contemplaciones. El chófer descendió y siguió al oficial que se adentró en el edificio de dos plantas. La curiosidad fue más fuerte que la prevención y a medida que pasaban los minutos un cierto número de gente se iba congregando en torno al camión, observando el cuerpo inerme.

Me acerqué por si tenía la fortuna de verle la jeta al malnacido. Hubo suerte. Salió por la puerta taconeando con las manos a la espalda, como si no conociera otra manera de caminar, dio una seca orden al chófer y se paró ante el grupo iniciando una arenga cuyo contenido no escuché.
Tenía la lúgubre mirada del fanático y la actitud fatalista y urgente de cualquier paranoico. Los músculos de las mandíbulas marcados sobre el mentón afilado. La boca fina y las comisuras de los labios permanentemente húmedas. Las cejas ocultaban casi los ojos hundidos y menudos, de mirada porcina.
Su verbo destilaba toda la energía que la figura negaba y las palabras salían de entre sus dientes grandes y amarillentos como partículas de metralla, arrojando saliva involuntariamente. Sentí el tacto de la pistola en los dedos y enseguida empezó a crecer una sensación de peligro que resultaba agradable, un cosquilleo que desafiaba las reglas de la protección.
- ... y ay del que ampare a cualquiera de estos delincuentes. Se acabaron los partidos y la familia es la patria. Ni padres ni hijos ni maridos ni mujeres. Quien tenga a alguno de estos desalmados dentro de casa correrá su misma suerte. ¡No vacilaré ni un segundo! Espero que lo hayáis entendido bien.
Alargó la mano histriónicamente mientras los tacones producían un chasquido seco justo en el momento en que en la plaza entraban dos camiones llenos de gente armada y perfectamente uniformada. El tipo se dirigió hacia los recién llegados mientras los mandos inferiores proferían órdenes secas en un lenguaje que parecía inventado para los animales.
El grupo de gente se fue retirando y las palabras de la mujer sin nombre volvieron a la memoria. Quizás Lito también prefería morir rápidamente porque no podía soportar aquello.