sábado, 14 de agosto de 2010

Cap. XIII


U
n buen día comenzó a llover. Algo llevó mi pensamiento a la cueva donde había dejado la escopeta y los cartuchos. No recordaba haberlos protegido de la humedad. La mojada caricia caía sobre la tierra como un sueño largamente postergado. Los olores del mundo verde llegaban a través de la puerta abierta y un vientecillo fresco traía mensajes de los montes cansados de tanta sequía.
Corté un trozo de pan y la mitad de uno de aquellos embutidos rojizos y aromáticos cuidándome bien de cerrar el paquete para que aquel aroma no llegara más lejos de lo aconsejable. La lluvia caía tan fina y mansa que no se la podía oír, lo cual me privaba del placer del acostumbrado tamborileo sobre la cubierta, pero convenía también a la hora de evitar que una gran avenida de agua arrastrara las tierras secas y exhaustas.
El Sabio vino a aposentarse en una de aquellas rocas blancas como la nieve. Parecía tener predilección por aquella especie de cátedra, y por aquella razón le había adjudicado el sobrenombre. Se hizo en un segundo con los restos del chorizo que aterrizó a su lado, rechazando el cordel atado a su extremo. Luego se quedó mirándome de través.
Una miga de pan voló con su porción de corteza oscura hasta la base de la roca. Descendió sin demora abriendo las alas negras, devoró el regalo y miró de nuevo. Cada vez parecía menos intimidado por mi presencia, hasta el punto de permanecer en las proximidades días enteros mientras su pareja no venía a reclamar más atención.
La situación había mejorado en los aspectos logísticos en un grado razonable. La comida no faltaba y las provisiones económicas arrebatadas al elegante garantizaban una temporada a salvo de ese tipo de penurias.

Eso había contribuido, paradójicamente, a complicar mis pensamientos, porque tendía a permanecer en el mismo sitio más tiempo del que aconsejaba la seguridad. Parecía presa de las relativas comodidades. Después de reparar algunos pequeños problemas en la cubierta de la cabaña, había rellenado los colchones con agujas de pino hasta conseguir descansar con algo más de comodidad y tapado algunos agujeros en la pared con arcilla y material vegetal seco. Mientras repasaba el horizonte cubierto de nubes cenicientas terminó por imponerse la conveniencia de ponerse en marcha.
Comprobados los alrededores en busca de cualquier elemento que delatara mi presencia, emprendí camino con el recuerdo de Merche instalado en algún rincón del pensamiento y muchas incógnitas por resolver en relación con aquella mujer. La temperatura había descendido moderadamente y el terreno absorbía ávido el regalo del cielo. Siempre disfrutaba de aquella lluvia pacífica de una forma que poca gente parecía compartir. Aquella frescura vivificaba el ánimo y cubría las cosas de un halo limpio y fresco que servía para soñar.
Trabadelo apareció en la distancia difusa por la lluvia, con los tejados brillantes. El aire parecía contemplar la lluvia extasiado y ni se atrevía a soplar. Había demasiado gente en los campos, así que el rodeo se hizo necesario. Superado ya el pueblo, y medio melancólico a causa de los aromas de los fogones, descubrí marcas redondas sobre la tierra húmeda, entre los pinos. Huellas de botas con tacos altos, como las mías. La masa arbórea transportaba el canto de algún pájaro alegre por la llegada del agua y ni un ruido más. Me quité el sombrero, al que iba acostumbrándome poco a poco, para escuchar mejor lo que pudiera escucharse.
El cielo gris asomaba tímidamente a cierta distancia, donde finalizaba la suave ascensión.

Las huellas seguían presentes unos metros más abajo, si bien se hacían más difíciles de percibir dado que la masa arbórea llevaba a impedir en buena medida la llegada de la lluvia al suelo. El olor a tabaco se hizo patente al tiempo que algunas voces. Apoyé la espalda contra las cáscaras recias de un buen tronco y entonces el cuervo aterrizó en las ramas de enfrente y lanzó uno de aquellos gritos casi cómicos mirándome de perfil. Luego se dejó caer y desapareció planeando monte abajo. El eco claro de un carraspeo rompió el silencio de forma muy imprudente. Parecía estar en lo alto del promontorio, lo cual era lógico. Volvió a toser sin molestarse en disimular lo más mínimo.
Me desplacé hacia la izquierda hasta que pude distinguir su perfil desde detrás de la arboleda. Llevaba un sombrero de cazador y estaba de espaldas, lo cual equivalía a decir que no estaba interesado en absoluto en la tarea que le habían encomendado. En unos minutos las siluetas de sus compañeros se hicieron también visibles. Tres hombres sin uniformes, cobijados bajo una gran cúspide de pizarra, uno de los cuales fumaba continuamente. La conversación se interrumpía frecuentemente y luego comenzaba de nuevo.
- Ya les atenderán tus suegros, que pa eso están.
- Tú bien hablas.
- Pues si quieres dar la vuelta coge camino y déjate de quejarte.
- Ahórrate los consejos.
Aquel hombre fumaba con tal ansiedad que el olor del cigarrillo forzosamente se había hecho dueño del entorno. Sobre la pared cubierta de musgo reposaba una escopeta montada, pero no había rastro de más armamento. El que acababa de hablar se irguió de pronto dándome la espalda y rebuscó algo por los bolsillos después de tirar el cigarrillo y aplastarlo con el zapato.

Tenía la chaqueta completamente mojada sobre los hombros y en aquella posición me ocultaba de la vista de sus compañeros. Cuando volvió a sentarse tenía un fusil apuntando en su dirección.
- El vigía no es de los mejores que haya visto yo.
Estaban los tres apoyados contra el musgo de la pared rocosa mirándome con cara de acabar de despertar. El más lejano inició el gesto de coger el arma pero el brazo se quedó paralizado a medio camino y luego volvió a su posición original. Levantaron las manos sin que se lo pidiera. No parecían llevar más armas y tampoco la mejor ropa para la pertinaz lluvia. Señalé al puesto de vigilancia y endurecí la voz.
- Haced que vuelva.
El más viejo se irguió sin dejar de mirarme, metió los dedos en la boca y lanzó un silbido breve y agudo. A lo lejos, el otro contestó sin ninguna discreción.
- ¿Qué pasa?
- Ven aquí, castrón.
Indiqué que se sentara al que había silbado y esperé la aparición tras un grueso tronco y el arma enfilada. Llevaba un pequeña pistola colgando de la mano y no intentó usarla.
- Déjala en el suelo bien despacio y que te vea.
Depositó el arma sobre la hierba mojada y levantó las manos mientras le indicaba que se reuniera con los suyos. Era demasiado joven y no brillaba la inteligencia en aquellos ojos asustados. Tropezó con los pies del que le había llamado y a punto estuvo de caer, lo que le granjeó inmediatamente un insulto murmurado por lo bajini.
- ¡Espabílate, imbécil!
Con la pistola a buen recaudo y mientras se acomodaba entre los suyos, avancé hasta abrigarme bajo la gran roca.

Obedecieron a la señal conminándoles a desplazarse hacia la esquina, de forma que todos quedamos protegidos de la lluvia pero manteniendo una cierta distancia.
- De donde sois.
El más asustado casi empezó a hablar cuando el que parecía dar las órdenes le hizo un gesto y calló. Me miró fijamente y respondió él mismo.
- ¿Quién lo pregunta?
- Haz el favor de responder, que no estoy de broma.
Se tomó su tiempo, miró al fracasado vigilante con cara de asesino y empezó a hablar.
- Venimos de Asturias.
- Habrá alguna razón.
- La hay.
No parecía muy dispuesto a colaborar, cosa que no podía reprochárselo. Por otro lado, ni él tenía que decir la verdad, ni parecía recomendable creer nada de lo que dijera. Quizás había otras maneras de obtener información.
- Vacía los bolsillos, por favor.
Debió sorprenderle el sonido de aquella coletilla tan educada, pero quizás fue eso lo que le decidió a obedecer. Se irguió sin dejar de mirarme y comenzó a arrojar cosas a sus pies. Un paquete de cigarrillos envuelto sobre sí mismo, un mechero de mecha, un par de billetes arrugados y un pañuelo.
- El otro.
Esta vez se lo pensó mejor y no obedeció hasta que me miró tan adentro que me sentí casi desnudo. Tenía la expresión muy concentrada y un rictus en la boca que recordaba al miedo, aunque no parecía ni mucho menos acobardado. Cayeron al suelo una foto pequeña y un papel amarillento sobre el que distinguí enseguida las siglas impresas en letra negra.

Recogí el panfleto del suelo y lo leí por encima después de echarles una mirada e invitar al hombre a sentarse de nuevo. El papel animaba a resistir y anunciaba una asamblea en un teatro de Avilés un determinado día a las 7 de la tarde. Por detrás había algunas notas y un número de teléfono marcado a lápiz y escasamente identificable.
- ¿Sois de la UGT?
- Yo soy de la UGT. Estos son de mi familia.
- Vaciad los bolsillos, por favor.
Una vez suavizado el tono de las pesquisas, las miradas recuperaron cierta viveza. No era agradable ver el miedo en aquellas caras, pero tampoco podía confiar. Cayeron al suelo algunos otros objetos personales y una foto que desde la distancia me pareció representar a una joven. Señalé los bolsillos de las chaquetas y sólo afloró un pañuelo manchado de sangre y el forro de los exiguos bolsillos. Con el fusil apuntando al cielo me disculpé al tiempo que devolvía el panfleto.
- Lo siento. No son tiempos de confianzas.
Mientras recogían todas aquellas cosas, me fijé en el supuesto vigilante que parecía ciertamente aliviado y no pude evitar un sarcasmo.
- Sigue vigilando así y se te acabarán los problemas pronto.
- ¡Valiente cabeza hueca!
El que había hablado miraba decididamente y portaba un mostacho respetable, tanto por el tamaño como por la antigüedad. Debía estar cerca de los sesenta y soportaba un cierto sobrepeso que debía estarle abandonando por la fuerza.
- ¿Y se puede saber quién eres tú?
- No necesitas saber tanto.
Quedamos callados un buen rato, como esperando acontecimientos.
- Supongo que escapáis de esa gente.
- No son gente. Son alimañas cobardes y sanguinarias.
- ¿Qué te han hecho?
- No necesitas saber tanto.
Había un poso de amargura en la voz y fuego en aquella mirada. Los otros agacharon la cabeza. Interesaba saber qué había pasado allá arriba así que insistí por otro camino al tiempo que les informaba de lo que sabía para no parecer insensible.
- He tenido que huir como vosotros. No hay grandes movimientos por la zona. Se rumorea que todo el mundo está allá arriba pero no viene mal andar con cuidado porque por aquí hay algunos conversos con pocas agallas pero armados y con ganas de demostrar su valía a cualquier señorón.
Dejé transcurrir un momento en silencio y luego pregunté directamente.
- Me interesa saber qué ha pasado allá porque eso influirá en lo que pase después aquí. Si no te importa.
El hombre mantenía el panfleto entre las manos, dándole vueltas nerviosamente. Respiró profundamente un par de veces y luego arrancó a hablar.
- Están haciéndose con todo porque las jodidas autoridades tienen mucho miedo de entregar las armas.
- ¿Por qué crees que ocurre eso?
- Porque se temen que la gente no se conformaría con machacar a los fascistas. No hay con qué defenderse y estos señoritos están esperando que les saquen las castañas del fuego para volver a subirse al caballito. Y mucha gente no está por la labor.
- Pura lógica.
Quedamos callados durante un buen rato mientras los otros hablaban entre ellos. Les aconsejé bajar la voz y me miraron como se mira a los abuelos.

A veces tenía la impresión de estar cambiando hasta más allá de lo que podía reconocer. Se abrió un pequeño claro entre las nubes y el sol barrió el bosque dándole un aire fantástico.
- ¿Tienes algo de comer?
Aquella pregunta atrajo la atención de todo el grupo inmediatamente. Introduje toda la comida en el paquete donde guardaba los chorizos, reservando una rebanada de pan y algo de membrillo para la comida, y se lo entregué. Los más jóvenes casi se disputaban el banquete, pero el gesto del más viejo les calmó enseguida. Me miró con una expresión bien diferente de la que mostraba no hacía tanto tiempo.
- No sé como agradecértelo.
- No hay de qué. Creo que he vuelto a engordar.
Nacieron sus sonrisas provocando una sensación de familiaridad.
- Me llamo Gaspar y no sé si volveremos a vernos. Si es así, ya sabes donde tienes un amigo.
Le estreché la mano mientras se ponía en pie. Miraba derecho y apretaba la mano.
- Yo soy Lito. Nunca se sabe qué nos reserva esta mala vida.
Ya me alejaba cuando el jovenzuelo me reclamó tímidamente. La pistola volvió a su dueño mientras Gaspar miraba al horizonte con una interrogación en el gesto.
- Continuad derecho hasta pasar aquellos robles y luego bajad. Encontrareis pronto Trabadelo. Es mejor rodearlo sin que os vean. Luego seguid descendiendo hasta encontrar el río. Siguiendo el curso hacia abajo llegareis a Villafranca. Hay una buena tirada pero tenéis tiempo.
- De acuerdo. Suerte.
- Suerte.
Las voces de los jóvenes llegaron de nuevo hasta mí mientras la distancia crecía. No habían aprendido aún a amar el silencio. Probablemente tendrían problemas, pero ¿quién no? El sol iba y venía como un invitado poco convencido de la hospitalidad que pudiera recibir, pero la fina lluvia no cesaba.
Las casitas de cuento de Sotelo aparecieron en lontananza con sus penachos de humo subiendo perezosamente al aire. Me pareció más juicioso rodearlo por alguna razón que nacía más de la extraña luz del día que de un razonamiento más o menos elaborado. Quizás comenzaba a hacer caso de ciertos signos que no están escritos. O quizás me estaba convirtiendo en un maniático.
El terreno estaba surcado por sendas que aquella gente debía seguir para ir a los mil sitios que necesitarían atención, bien por cuidar del patrimonio, bien por solazarse en aquel paraje privilegiado. Uno de ellos me llevó hasta un lugar elevado desde el que poder vigilar las proximidades mientras reponía fuerzas. La lluvia arreció y no hubo más remedio que guarecerse bajo la exuberante copa de un alcornoque que debía haber asistido a cientos de lluvias y tormentas sin inmutarse. El impermeable terminó de evitar que los gruesos goterones acumulados en las ramas más altas me incomodaran.
Deposité el pan sobre unas hierbas fuera del vegetal cobijo para que se humedeciera y perdiera un poco de dureza y luego di cuenta de él y de la escasa ración de membrillo. Un semi sueño poblado de rastros de senderos y recuerdos de la infancia acompañó al descanso concedido antes de seguir camino. La mínima actividad de aquellas gentes dio la señal de partida. Prácticamente todo el pueblo estaba al alcance de la vista. Reconocí la figura de Germán apoyado contra el marco de la puerta en tranquila conversación con un hombre de buena estatura.

Siguió allí cuando su interlocutor dio término a la conversación y se encaminó hacia la salida. Un rayo de sol arrancó un brillo delator de los correajes negros sobre la camisa azul impoluta. Luego el contorno de las casas lo ocultó hasta que el jeep salió atronando el espacio con aquel zumbido destemplado. No recordaba haberlo oído al llegar, así que no quedaba más que deducir que llevaban allí un tiempo.
Imposible saber si aquel tipo había salido de allí o se había acercado a lo que fuera, pero el hecho de no haber oído aquel motor al llegar producía una sensación cierta de incomodidad. A cierta distancia, un viejo abrió la puerta y sacó una silla sobre la que se sentó aprovechando el amparo del alero del tejado. Pronto recibió la visita de otro vecino de edad, que se sentó sobre un tronco rodeado de astillas y restos de leña portando un paraguas medio desvencijado. Todo parecía negar en aquel pequeño rincón la realidad de los acontecimientos. Germán desapareció tras la puerta haciendo nacer un oscuro temor, con causa o sin ella.
Se había acabado la comida. Mi condenado romanticismo hizo nacer un gesto de fastidio que terminó con un encogimiento de hombros. Nunca se sabía que era mejor o peor. Algo me decía que aquella débil llovizna era el anuncio de aguas más contundentes. Encajado el sombrero sobre los cabellos mojados, y con el impermeable sobre los hombros emprendí camino a Páramo, el último lugar donde quedaba el recuerdo cálido y contundente de aquellas caderas redondas como un queso fresco y codiciado. El viento cambiaba de dirección cada poco tiempo confirmando que la climatología no iba a ser una ayuda en las próximas horas. Los contornos de los montes iban confirmando mis pasos, a veces por la presencia de alguna cumbre lejana y a veces por la caprichosa disposición de los pinos, o los recodos de los senderos que siempre procuraba dejar a cierta distancia.
El vuelo del impermeable dificultaba el paso en los tramos de bosque más tupidos, lo cual se sumaba al calor que llegaba a producir con la caminata. Las ramas de aquellos seres inmóviles e impertérritos respondían al azote del viento como un mar de seres agitados por una danza incomprensible. Una ráfaga de aire se llevó el sombrero y lo dejó colgando de una rama rota para bajarla después violentamente con otra ventolada. Mientras lo recogía y arrojaba los restos de vegetación que habían quedado dentro, me dije que después de aquello iba a venir el diluvio. Debía quedar un buen trecho, así que por lo que pudiera pasar se hizo necesario inspeccionar el terreno con más detenimiento por si fuera posible hallar cobijo.
El viento comenzaba a aullar entre las vertientes de los valles y algunos goterones viajaban casi paralelos a la tierra haciendo blanco de cuando en vez en las mejillas y dejando una huella fría en las perneras del pantalón que el impermeable no conseguía cubrir.
El camino conducía ahora a una zona completamente expuesta que era mejor evitar, de manera que fijé la imagen del picacho que se levantaba a mi izquierda orgulloso y rodeé el claro. Enseguida apareció un sendero que no parecía usarse con mucha frecuencia.
Algunas de las plantas que lo invadían mostraban sin embargo la huella clara del paso de alguien, bien por haberse apartado del camino sin explicación aparente, bien por haber sido arrancadas sin más y abandonadas a escasa distancia. Era fácil seguirlo por lo rectilíneo de su trazado. A la derecha se elevaba el claro que había decidido rodear y a la izquierda crecían robles y matorrales de un tamaño importante. Caminé con el oído atento y el viento aullando y callando, siempre frente a mí.
Con el tiempo había nacido la costumbre de mirar hacia atrás de improviso, a fin de sorprender a algún posible perseguidor.

Tras las huellas sólo quedaba el baile loco de las ramas. Cuando la vista volvía al frente un contorno anguloso se destacó al contraluz un poco más abajo. Tal como se estaba poniendo la cosa era una clara invitación. Las botas se deslizaron en un par de ocasiones sobre el suelo resbaladizo a causa de la lluvia hasta que el terreno se empinó aún más obligando a asegurar un paso antes de dar el siguiente. Había un aroma extrañamente familiar en el aire, pero no era fácil identificarlo. Finalmente hubo que retroceder para salvar un desnivel del terreno, con las formas de algún refugio humano ya a la vista. Ni un solo ruido más allá de los producidos por la naturaleza.
Alguien había trabajado duro en aquel pequeño rincón. La pared mostraba la huella del pico y la pala, a pesar de hallarse ya cubierta por un fino manto de musgo y hierbas de mil tipos diferentes. Se había allanado una pequeña parcela para dar cabida a la choza, de aspecto ciertamente robusto y prácticamente cubierta por la vegetación. Nada a la vista que mostrara la entrada .
Cuando me percaté de lo que pasaba estaba dando tumbos monte abajo. Detuvo la caída un tronco que me dio la bienvenida con un tremendo golpe en los riñones. Nació una imprecación que sonó extrañamente sobre el zumbido del viento. Desde allí sí se distinguía la entrada del casetucho a la que sólo se podía acceder a través de unos escalones labrados sobre el terreno que había cedido en el punto en que había apoyado el pie mientras miraba en otra dirección.
Nada importante parecía haber ocurrido a mi alrededor, salvo en lo concerniente a los riñones que reclamaban alivio. Hubo de limitarse éste a unas someras friegas que tampoco aliviarían el previsible dolor futuro. Seguía oliendo a algo terriblemente familiar que hacía brotar la saliva en la boca. Llegó el momento de inspeccionar la escalera de acceso y la pequeña puerta. Habían colocado un sencillo travesaño giratorio que encajaba entre los troncos y otra madera clavada sobre ellos al efecto. Por una rendija entre las gruesas piezas de madera podía examinarse el interior iluminado débilmente a través de las juntas. Me introduje sin más en el habitáculo.
Bajo un par de mantas extrañamente limpias apareció un buen montón de mazorcas de maíz. Cuatro o cinco pasos por apenas tres de fondo era todo el espacio disponible, parte del cual estaba ocupado por las herramientas presumiblemente utilizadas para construir la choza.
La lluvia empezó a arreciar afuera revelando las carencias del refugio. El agua penetraba a través de las juntas por donde el aire soplaba sin clemencia y las goteras del techo se hicieron presentes de inmediato. Apenas quedaba una hora de luz, lo cual hacía poco aconsejable aventurarse a buscar un sitio más resguardado. Allí no había más que cachivaches, alguna leña no demasiado seca y un montón de sacos que curiosamente sí lo estaban. Era un rincón como otro cualquiera donde pasar la noche. Un par de mazorcas de maíz expuestas a la lluvia servirían de cena.
Olía a callos. Ni más ni menos. Aquello implicaba presencia humana bien cerca, pero con la noche que quedaba no parecía constituir ningún riesgo. Acabada casi la segunda mazorca y con la boca llena de una pasta poco sabrosa pero perfectamente comestible, con el impermeable por encima y estirado cuanto era posible sobre los sacos extendidos, coloqué el fusil a mi alcance y me entregué a un duerme vela que siempre debía soportar cuando dormía en algún lugar desconocido. Los sueños se poblaron de figuras absurdas, olores de pino, correajes bruñidos y amistades que vagaban por la memoria como fantasmas huidos a otros mundos.