miércoles, 18 de agosto de 2010

Cap. IX


L
a mañana se presentó con un ejército de nubes bajas barriendo los montes, húmeda pero menos fría. La luz permitió un examen más detallado de la choza. Algún cachivache para calentar líquidos, un "tres pies" ennegrecido por el uso, un mechero de mecha, cuerdas, un cepillo de púas de madera y alguna leña seca. Las paredes parecían firmes pero sería necesario tapar algún que otro agujero. Una cierta corriente de aire que circulaba en sentido ascendente me obligó a mirar al techo. Habían practicado una abertura protegida del viento del oeste, seguramente con intención de permitir la salida del humo. Un largo cuchillo había sido encajado entre las maderas que soportaban la pizarra de la cubierta. La puerta cumplía bien su cometido a pesar de algunas largas grietas y dos piezas de cuero hacían las veces de bisagras. No hacía el menor ruido. El sonido de un arroyo llegaba apenas a escucharse entre el canto festivo de los pájaros. Di cuenta de un escaso desayuno, me guardé una exigua ración por si se presentaba algún imprevisto y salí con precaución procurando localizar aquel agradable sonido. Mientras me orientaba, los enormes arbustos se hicieron patentes. Casi parecía imposible haber llegado hasta allí.
El arroyo corría alegre un par de cientos de metros hacia el norte en la vertiente contraria del camino. La ascensión me hizo entrar en calor. Un movimiento a lo lejos y las manos buscaron automáticamente el tacto de la escopeta mientras me ocultaba entre los árboles. Pasó ante mí inclinando el cuerpo hacia adelante para vencer el desnivel del terreno. Nada podría negar un rastro de miedo innegable en su rostro y la carga era excesiva. Miraba hacia todas partes de vez en cuando y no se permitía un sólo respiro. Sabía perfectamente por donde debía ir. Seguí sus pasos a una buena distancia después de comprobar que el aire corría en dirección contraria a su marcha, embriagándome con aquel leve perfume de hembra bien aseada. Casi a punto de salir al camino y divisar Sotelo y sus casitas de cuento, se internó a su derecha entre una maraña de zarzas de manera inexplicable. Imposible averiguar por donde se había escurrido.
La moto vino a mi mente. Seguía sin tener claro qué hacer con ella. El tenerla cerca no era ninguna ventaja en aquellas condiciones y siempre había dejado un tufillo a gasolina que no era aconsejable. Una fila de chopos altos no muy lejos del camino era lo que tenía que buscar y con un poco de suerte el mismo tufillo ayudaría. Caminar se estaba convirtiendo en una especie de ritual continuo que hasta llegaba a hacerse agradable en las primeras horas en que el frío mordía la piel. A pasos largos por los terrenos llanos y más cortos por las pendientes. Aprenderse los campos y gozar sus secretos.
El silencio parecía haberse ido adueñando de todo en aquellas últimas semanas. Nadie silbaba a las mulas o arreaba el ganado como solía hacerse. Como si la tierra hubiera dado una consigna transmitida por los vientos que soplaban como apesadumbrados. Los oí hablar mucho antes de que el olor a gasolina me advirtiera que estaba en la dirección correcta. Sólo aquella gente elevaba la voz de aquella manera. Oculto tras los troncos de los pinos observé el gesto contrariado de aquellos dos cuervos vestidos de azul. Fumaban sin parar.
– Joder, van a tenernos aquí toda la mañana.
– Órdenes son órdenes
– Muy contento te veo yo a ti , pipiolo de los cojones.
El pipiolo calló ante la andanada del otro, más viejo y mucho menos paciente. Se echó a andar cansinamente descubriendo a sus espaldas el color familiar de los neumáticos de la moto, cubiertos de polvo.
– Ya vienen allí, no es para tanto.
El camión ascendía la pendiente con un ruido sordo, dejando tras de si una nube de ocres cansina y efímera. Se me antojó que subía excesivamente lento, lo cual sólo podía deberse a una cosa. Venía muy cargado.
– Ajá, nos vamos de caza.
El tipo pateó la rueda trasera de la moto con una bota recién encerada al tiempo que en mi cerebro estallaba la señal de alarma. Recordar las consignas. Nada de pánico. Cabeza fría y movimientos rápidos pero silenciosos. Era fácil decirlo. Las ramas que me golpeaban la cara mientras huía desmentían tanta frialdad. Serenar la carrera mientras el ruido del camión se acercaba asombrosamente deprisa. Apareció en una de las remotas revueltas, allá abajo, casi renqueante. No podía ser. La explicación se hizo patente cuando se oyeron las primeras voces. Eran dos y el primero acababa de llegar. Por el ruido del motor se diría que venía más ligero. Desesperado por correr como un conejo aterrorizado y oculto tras los troncos de los pinos vi descender hasta seis hombres con las armas dispuestas.
La ascensión no era fácil y aquellas voces bramando órdenes como latigazos no contribuían a la tranquilidad. Se hizo el silencio y solo el rumor cansino del segundo camión llenó los valles verdes, ajenos a la humana tragedia. Miles de dudas, en la mente, en los ojos, en las manos. Tampoco parecía un grupo suficiente para peinar todo aquel terreno. En lo alto de una pequeña elevación me detuve después de comprobar las posibles vías de fuga. Los pájaros habían callado y hasta el ligero vientecillo parecía rendido ante las armas. Transcurrieron unos minutos largos, demorados en la atmósfera sórdida y pesada. Ni un ruido, aparte de mi respiración desbocada.
Descender suponía tener que luchar contra el terreno en una posible huída, pero los escasos rumores parecían provenir de más abajo.
Después los escalofriantes gritos de la mujer rasgaron el aire. Al trote corto descendí procurando no pisar los traicioneros montoncillos de pinaveta, hasta que las voces se hicieron más próximas. Voces y risas. Ella había dejado de gritar. Quizás aquella presa era todo lo que buscaban. Pasaron ante mis ojos por un claro entre la arboleda, confiados y mucho más cercanos de lo que suponía. Un tipo alto y delgado sujetaba la cabellera de ella dentro del puño cerrado. Uno de los hombres manoseó sus nalgas jaleado por sus compañeros hasta que el captor impuso su jerarquía con la mirada. Mi posición no era la más adecuada. A punto de iniciar la carrera dos sombras atravesaron la espesura verde. Sentir el frío del metal en la nuca y una sola palabra.
– Quieto.
Algunas sombras más ocupaban el espacio y desaparecían tragadas por el aire.
– Échate al suelo.
Los tacos de una bota violentaron la espalda mientras algunos restos penetraban en mi nariz siguiendo la corriente de la respiración agitada. Todo el peso de aquel cuerpo se trasladó a la bota en un momento dado dificultando la respiración. Algún leve cuchicheo atravesaba el aire.
– Vienen los otros. Hay que darse prisa.
– Encárgate de este pero ven a echar una mano si hace falta.
El peso desapareció y vislumbré por el rabillo del ojo los tonos apenas adivinados de una de aquellas banderitas rojas y negras y el cañón de la escopeta a mi lado.
– Puedo ayudar
– Cállate
Tenía voz de crío.
La mujer volvió a gritar e inmediatamente estalló una hecatombe de ecos secos y violentos repetidos mil veces por las vertientes de los valles. Me asombró aquella voz. Parecía divertirse.
– ¡Ven con mamá, fascista acojonado!
El reclamo infundía confianza, pero el tiroteo se estaba alargando más de lo que a mí me parecía recomendable. Los ecos renqueantes del segundo camión se aproximaban. Grité.
– ¡Hay que parar a ese camión!
La duda asomó a la expresión del chaval sin rastro de barbas. Y no se podía dudar.
– ¡Vamos, chaval!
Incorporarse y correr. Asir el cañón frío del arma y correr como el lobo que debía ser para apostarme tras un viejo tronco adornado de helechos y hojas secas. El imberbe me alcanzó, sorprendido, y apuntó la pequeña pistola en dirección al camino. El camión hizo su aparición tomando una curva muy pronunciada. Era una pura diana. Apunté al conductor y el arma empujó contra el hombro una vez y otra y otra. Alguien blasfemó dentro de la cabina cuando aquel cacharro se precipitó por la pendiente sembrada de pinos. El imberbe le daba gusto al gatillo sin parar.
– ¡No dispares al tun-tun!
Aquel chaval no debía saber mirar de otra forma. Tenía la boca abierta permanentemente y los ojos como platos. La corteza del pino que me protegía saltó en mil minúsculas partículas. El instinto de supervivencia hacía crecer la cólera. Disparaban desde abajo pero lo que más se oían eran juramentos y gritos que delataban el miedo. Estábamos en ventaja y había que aprovecharla. Otro golpe seco sacudió la corteza del pino mientras una nubecilla azul se elevaba tras una roca blanca al otro lado de la carretera.
En ese preciso instante al camión cesó violentamente su carrera contra un gran tronco. El tipo que disparaba miró hacia el lugar donde había nacido aquel estruendo y se descubrió. Saltar. Correr. Gritar. Gritar coma grita la muerte y dejar que la ira dirija las balas como un diablo bien entrenado. Una mano invisible empujó aquel brazo hacia atrás proyectando gotitas escarlatas en el aire. El fusil cayó de su mano. Me prometí el trofeo al tiempo que ganaba una buena posición de tiro tras un afloramiento de pizarra. Cargar con rapidez. Cuando el negro cañón buscó a su víctima, ésta corría sin mirar atrás.
El fusil fue mío en un instante. Observé el pequeño cargador mientras cruzaba la escopeta sobre el pecho. Ahora os vais a enterar... Alguien aterrizó a pocos metros protegiéndose en una pequeña hondonada. Le apunté instintivamente hasta que vi su fusil enfilado hacia abajo. Nos miramos un segundo y luego me hizo una señal apuntando el índice hacia una pequeña formación de cuarzo poco más abajo. Asentí buscando la ruta más corta y más segura. Levantó un dedo en el aire y luego dos señalando la cadencia. Correr sorteando los árboles mientras su fusil bramaba fuego con un ritmo pausado. Hacerse cargo de la situación desde la atalaya. Un cuerpo cayó al suelo como un fardo después de atacar sin sentido uno de los troncos castaños allá abajo. Casi no daba crédito a mis ojos cuando aquel tipo pálido levantó las manos a su lado, petrificado por el pánico. Detrás de las ramas verdes brotó un estampido levantando una columnita de humo mientras se venía a tierra desmadejado. Alguien estaba disparando a los que huían. Disparé dos veces levantando astillas de los árboles y observando como mi compañero corría hasta alcanzar un parapeto seguro. No hizo falta más. Las manos se alzaron en el aire y arrojaron al suelo un revólver de buen tamaño. Luego el cuerpo emergió de su escondite. Llegamos a su altura al mismo tiempo.
El escasísimo tiempo que se me fue en comprobar que no había amenaza inminente a nuestro alrededor fue suficiente para el golpe que dio con él en tierra. Grité a tiempo de impedir que la bala pusiera fin a su historia.
– ¡No!
Observé despacio a mi compañero. Todo en su expresión rezumaba un odio concentrado y bien alimentado. Le había crecido la barba desordenadamente, dejando algunos mechones blancos bajo la boca. Pensé en la mujer.
– Es más útil vivo.
Me miró largamente mientras el índice temblaba en el gatillo. El cautivo tuvo tiempo apenas de adelantar el antebrazo para protegerse de la tremenda patada. Emitió un quejido desde el suelo y se aprestó para protegerse otra vez. Miraba como un animal acosado y no demostraba ni mucho menos pánico.
– Ojo que no haya alguno de los suyos por ahí.
La advertencia pareció serenar los ánimos de mi compañero, que ahora revisaba la verde espesura con el fusil atento a cualquier acontecimiento. Se hizo con el revólver y descendió unos pasos recogiendo la munición de los dos caídos para examinar después con atención los fusiles recuperados del suelo. Escogió uno y se echó el propio a la espalda. Luego subió hacia mi posición y me alcanzó un par de aquellos cargadores mirándome con ojos curiosos.
- Soy Carlos.
- Lito
Guardé los cargadores y até al faccioso a un pino joven con sus propios correajes. Luego ascendimos siguiendo el eco de las descargas más arriba. No era buena señal que aquello durara tanto tiempo y quizás sería buena idea aparecer de improviso para aprovechar alguna debilidad de los uniformados.
El imberbe nos esperaba al otro lado de la carretera con su cara de asombro sempiterno. Carlos corría delante de mí soltando bufidos a diestro y siniestro. Costaba trabajo seguir su estela, pero llegados a un pequeño claro, miró hacia atrás y nos esperó. Los dos bandos parecían bien asegurados en sus posiciones y sólo de vez en cuando salía algún disparo de las filas enemigas.
– ¿Quién es la mujer?
– Es hermana de este.
– Sería mejor negociar, no vaya a ser que vengan más.
– Yo no puedo tomar decisiones.
– Pues ve y consulta rápido. Yo seguiré aquí.
De tanto en cuanto echaba un vistazo al camino al fondo. Aquello tenía que haberse oído en mucha distancia y ya no era seguro quedarse allí. El imberbe me miraba como asustado.
– ¿Se puede saber cómo te llamas?
– Me llaman Toño.
– Pues no estaría mal vigilar el camino un poco más abajo, Toño. Donde puedas verme.
Obedeció. Corría bien, con los brazos pegados al cuerpo y las rodillas cerca del suelo. Se levantó un viento fresco que parecía querer ahuyentar las malas horas y esconder el olor de la muerte. La luz clara de la mañana tenía algo de falso o quizás me negaba a admitir que todo aquello fuera verdad. Allá arriba se intercambiaban insultos entre los dos bandos. Toño se agazapó en la cuneta uno cien metros más abajo y levantó una mano. Respondí con el mismo gesto y esperé.
No tardaron mucho en aparecer. Había visto a aquel hombre el alguna ocasión aunque nunca había surgido la oportunidad para la charla. Estaba más delgado y parecía atento al más mínimo movimiento. Me estrechó la mano mientras escudriñaba con la vista entre los árboles.
– Creo que nos conocemos. Yo soy el Ruso... ¿Dónde lo tenéis?
Señalé con la cabeza hacia abajo sin contestar a su observación. Se volvió hacia Carlos y este emprendió una carrerilla sin entretenerse. Me sentí observado inmediatamente.
– No llegarás lejos con esos zapatitos. Si no tienes calzado no tienes pies.
Miré hacia abajo estúpidamente, como queriendo comprobar si mis pies seguían conmigo. Luego pensé que no acababa de entender cabalmente la situación y enseguida hice propósito de cambiar mis zapatitos por las botas de alguno de los que dormitaban para siempre más abajo. Él seguía observándome.
– ¿Se puede saber qué haces tú por estos andurriales?
– Me lié a tiros en Vega.
– Vaya, así que fuiste tú... La liasteis buena. Pena del Herminio, que no era mala gente. Tenía la cabeza demasiado caliente.
Dejaba un espacio de silencio entre frase y frase y no paraba de mirar alrededor. Carlos ascendía empujando al faccioso no muy amablemente con dos pares de botas colgando de los hombros. Y tener que soltar a este mal bicho... Se le escapó la frase como sin querer entre los labios prietos y luego le dio la espalda y se dirigió a los árboles. Se inició una conversación a voces que terminó con los dos prisioneros en los límites del claro. Alguien dijo "¡Venga"! Luego los dos comenzaron a caminar. La voz de Toño rompió el tenso silencio cuando estaban a punto de cruzarse.
– ¡Apártate de él, Merche!
Merche pareció vacilar al cruzarse con aquel personaje y sentir su mirada o quizás escuchó algún comentario que los demás no oímos. Los dos aceleraron el paso apenas superaron el punto medio de la corta distancia y a punto de alcanzar ya a los grupos respectivos se desencadenó una lluvia de balas desde el otro lado.
Cuando cesaron los disparos y los insultos comenzamos a ascender. Miré al rostro de la mujer. Le bailaba en la boca una mueca de repugnancia y llevaba los ojos como brasas. Toño se dirigió hacia ella y la tomó de los hombros pero ella rechazó el consuelo apresurando el paso y caminó delante de todos, probablemente ocultando las lágrimas. Continuamos caminando en silencio con la respiración levemente agitada por la ascensión. Otra mujer salió de entre los árboles y se abrazó a ella después de examinarme brevemente.
Fueron incorporándose más personas con el gesto sombrío pero entero. Algunos se palmeaban los hombros y otros sencillamente parecían comprobar que no faltaba nadie después de observarme con curiosidad. Carlos y el Ruso marchaban detrás de una pareja que parecía actuar de vanguardia, comprobando el terreno. Alguien hizo una señal que nos detuvo. Luego un hombre más menudo conversó brevemente con el Ruso, se palmearon los hombros y la partida se dividió en dos. Calculé que no habría más de siete u ocho unidades en cada una.
Unos pasos más adelante me encontré con Carlos a mi lado. Mi miró brevemente y habló en voz muy baja.
– Queremos que te quedes con nosotros de momento. Es una cuestión de seguridad. Luego haces lo que quieras, aunque serías una buena ayuda.
– ...
– Hay otras cosas que debes tener en cuenta. Es más fácil atender a tu propia seguridad dentro de un grupo. No puedes estar sin dormir, o sin comer... y esas cosas se hacen mejor organizadamente.
– Lo pensaré.
– Bien.

Caminamos durante un par de horas entre robles, hayas y pinos hasta que alguien del grupo trinó y otro pájaro respondió no muy lejos. El sol había subido a lo alto de su trono y la ropa empezaba a sobrar a causa de la caminata. La marcha se hizo más relajada. Habíamos llegado a destino. Atravesamos una mata plagada de espinas después de que alguien la dividiera en dos de forma casi milagrosa dando paso a un estrecho sendero oscurecido bajo unos riscos húmedos y adornados de mil tonos de verde. El terreno era arcilloso y resbaladizo. Matas de espliego y margaritas adornaban los contornos al alcance de la vista hasta que desembocamos en una especie de cueva de boca angosta y erizada de aristas de roca.
El espacio se hacía más generoso una vez dentro y la luz llegaba desde tres o cuatro aberturas en el techo. Las luces se filtraban desde arriba descubriendo miles de partículas suspendidas en el aire. Casi al final otro pequeño espacio se abría a la derecha. Un par de gotas descendían del techo regularmente marcando el ritmo lento del tiempo. Carlos avanzaba cuando me di la vuelta, con los dos pares de botas en las manos. Lo agradecí con la mirada. Descartadas las más grandes, el otro par pareció adaptarse aceptablemente a los pies doloridos.
El grupo se reunió para comer, si bien algunos optaron por sus propios espacios, sin que nadie pareciera molesto por ello. La exigua ración calmó razonablemente el grito del hambre. Todos hablaban en voz muy baja y las dos mujeres permanecían algo apartadas. Observé a Merche de nuevo y enseguida me sentí observado también, primero por su compañera y luego por ella misma. Parecía recuperada. Alguien mencionó el episodio de Vega, lo cual hizo nacer la curiosidad en los rostros. No hubo manera de ocultar los más insignificantes detalles. Debía ser importante mantener la moral alta en aquellas circunstancias.
Brotó con naturalidad la sonrisa cuando Toño comentaba la carrera desaforada del tipo que nos había disparado en la carretera. Alguien preguntó si me había visto en aquellos fregados antes. Contesté que sólo con algún conejo, lo cual arrancó algunas risas que fueron acalladas inmediatamente por Carlos. El silencio era una consigna clara.
– ¡Se os oiría desde el mar!
La pequeña bronca fue la señal para que todo el mundo se dispusiera a dormitar para recuperarse del esfuerzo. Carlos adjudicó la guardia a una de las mujeres y a un hombre fornido y callado y el silencio se hizo total. Sólo las goteras del fondo dieron testimonio de que la vida seguía su curso.






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